Hace poco estuve en Toledo y visité el museo del Ejército; no recordaba que tenían el coche de Eduardo Dato, y me lo topé de improviso, un vehículo enorme, un Marmon modelo 34. Su parte trasera está acribillada a balazos, creo que son 18 tiros, ... de los que el presidente Dato recibió uno que bastó para matarlo el 8 de marzo de 1921. En el mismo museo está la berlina en la que fue tiroteado Juan Prim i Prats el 27 de diciembre de 1870, en la calle del Turco, hoy marqués de Cubas, a la espalda del Banco de España. También se pueden ver los orificios de las balas en el carruaje, y el testimonio de la violencia que recorre la historia siempre estremece.

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Estos días me acordaba de ello al hilo del intento de asesinato de Donald Trump, y de la recurrente memoria de la tradición americana de violencia política. Se trae a colación a Ronald Reagan en 1981, que también se salvó de chiripa, o los 4 presidentes asesinados de los 45 que en Estados Unidos han sido. Entre 1865 y 1901, cayeron tres, y el 22 de noviembre de 1962 le revientan la cabeza a John Fitzgerald Kennedy. Sólo en el siglo XX, hubo al menos seis intentos fallidos graves de matar a un presidente, y uno contra un expresidente. Teddy Roosevelt, Herbert Hoover, Harry S. Truman, Richard Nixon, Gerald Ford… todos sufrieron complots, 'shootings' frustrados, hasta un intento de bombardeo. No voy a especular sobre las causas de dicha tradición o a establecer comparaciones con otros países, Canadá, por ejemplo, cuyos primeros ministros durante el siglo XX sobrevivieron todos a sus mandatos. Hoy no toca. Lo que me viene a las mientes es nuestra tradición, la hispana, la de casa, aunque no me resisto a apuntar un fragmento de Edmund Wilson en su 'Patriotic Gore', 1962: «Los norteamericanos aún estamos por sufrir lo peor de las calamidades que se han derivado de las dictaduras de Alemania y Rusia, pero llevamos ya mucho tiempo caminando a paso firme en esa misma dirección».

En Madrid hay un lugar espléndido al que acostumbro a llevar a mis invitados. Es uno de esos sitios que suelen quedar fuera de los circuitos turísticos: el Panteón de los Hombres Ilustres. Está en Pacífico, junto a la basílica de Nuestra Señora de Atocha, un edificio neobizantino que alberga algunos de los monumentos funerarios más soberbios de la capital. Precisamente allí reposan los restos de Eduardo Dato, bajo una creación de Mariano Benlliure en mármol y bronce. Prim también estuvo temporalmente enterrado por estos lares, pero ya no. Hay otro monumento, un retablo en mármol de Agustín Querol dedicado a Antonio Cánovas del Castillo; sus huesos tampoco están en el sarcófago, pero el conjunto resulta impresionante. Igual que debió de serlo su asesinato el 8 de agosto de 1897 cuando estaba en el balneario de Santa Águeda, Mondragón: recibió tres disparos de revólver de un anarquista. Asimismo, en el Panteón tenemos el monumento que yo considero más impresionante, otra obra de Mariano Benlliure, una base de mármol blanco sobre la que dos hombres y una mujer del mismo material trasladan el cuerpo de un político asesinado hacia su sepulcro. Se trata de José Canalejas, que recibió un disparo por la espalda el 12 de noviembre de 1912, en la Puerta del Sol, mientras miraba los títulos que ofrecía la librería de San Martín. Lo que queda de él también se encuentra aquí enterrado. Hay más monumentos fantásticos, están dedicados a Manuel Gutiérrez de la Concha, a Práxedes Mateo Sagasta, a Antonio de los Ríos Rosas… pero éstos no tenían una bala con su nombre.

Esta inicua tradición convierte a España en el país occidental donde se han asesinado a más presidentes de gobierno. Por ello no es necesario revisar una y otra vez la filmación que realizó Abraham Zapruder del paso de la caravana de Kennedy: en la madre patria sabemos mucho de arcabuzazos a ilustres. El 12 de abril de 1904 tuvo lugar el primer atentado fallido contra Antonio Maura, perpetrado por otro anarquista, este con un cuchillo (el segundo tuvo lugar en Barcelona, el 22 de julio de 1910: tres disparos a quemarropa). Alfonso XIII sufrió también varios atentados fracasados, y en el del 31 de mayo de 1906, el mismo día de su boda, la bomba que Mateo Corral esconde en un ramo de flores causó 28 muertos. La misma Isabel II fue atacada por el cura Merino en 1852 y se salvó porque el cuchillo se incrustó en el corsé. Durante la Segunda República podemos añadir a José Calvo Sotelo e Indalecio Prieto. Y capítulo aparte es el asesinato de Luis Carrero Blanco. El lugar donde su coche voló el 20 de diciembre de 1973 es otro 'landmark' donde suelo llevar a mis invitados. Está en la calle Claudio Coello con Maldonado, hay una placa enorme que lo recuerda, y tengo el hábito de hacerles el recorrido entre el punto exacto donde muere, la iglesia de San Francisco de Borja donde iba a misa y la casa donde vivía, en Hermanos Bécquer, todo en un estrecho rectángulo. El Dodge se elevó cinco plantas y quedó destrozado, y hoy se pueden ver sus restos en unas instalaciones del ejército en Torrejón de Ardoz.

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Podríamos seguir, recordar el bombazo que ETA le puso a José María Aznar el 19 de abril de 1995, o tener presente el 9 de agosto de ese mismo año, cuando detuvieron al comando que intentaba liquidar a Juan Carlos I en Mallorca. Pero quizás sea más pertinente reflexionar unos momentos sobre nuestro papel en toda esta violencia, en Estados Unidos, en España. Los políticos, los ciudadanos, y sus vínculos con todo este ambiente polarizado que funciona como combustible para cualquier chiflado que tenga acceso a un arma. En nuestro país cada uno puede echar sus cuentas; respecto a Estados Unidos, ya se las echó el gran Robert Stone en 'The eye you see with', cuando les explicó que el alma secreta de América no está en la poesía de Walt Whitman, sino en la profética 'Moby Dick' de Herman Melville, tan llena de ira y destrucción.

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