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En los cambios generacionales se suele matar al padre, y en literatura, se le suele enterrar hondo. En poesía, los 'novísimos' renegaron de los poetas precedentes, y en los 80 los narradores tacharon de «costumbrismo» casi todo lo que se hizo en los 50 y ... 60. Una de las duramadres del ensayo de Manuel Rico 'La ficción y la vida' (Silex) es reivindicar esa literatura realista y patria (que no dejó de contaminarse con narradores extranjeros), poner de relieve las condiciones heroicas en las que se trabajó, y establecer paralelismos con, por ejemplo, los autores anglosajones (tan reivindicados como padres literarios por los nuevos narradores, a fin de distanciarse del 'provincianismo'), que también trabajaron con su terruño y la memoria. Faulkner exploró el Profundo Sur igual que Ignacio Aldecoa la Profunda España, o John Cheever y Richard Ford lidiaron con los demonios de la clase media americana, igual que García Hortelano con nuestras miserias. Podríamos decir que los gringos también huelen «a ajo y morapio», por utilizar una celebérrima expresión de Vicente Molina Foix.
Manuel Rico se ocupa con meticulosidad de la literatura, con ánimo de exégesis y comprensión, pero también con pasión y ganas de evangelizar acerca de la buena nueva de sus milagros. Nos habla de su afán de trascendencia, de su enraizamiento en la memoria y la experiencia, de esa misteriosa mezcla que hace que las novelas no envejezcan: 'Últimas tardes con Teresa', 'La Colmena', 'Con el viento solano', 'La verdad sobre el caso Savolta',… Nos explica cómo lo local es la clave de lo universal, la intersección de nuestras cuitas intemporales con el tiempo, es decir, la Historia. Pone de manifiesto que el lenguaje resulta esencial a la hora de contar una historia, y que debes encontrar tonos adecuados ya sea con despliegues abrumadores o con depuración extrema. Manuel Rico escribe «sin contradicciones, los saltos cualitativos son imposibles», tanto para hacer avanzar las novelas como para hacer evolucionar las herramientas narrativas. Manuel Rico aclara que la novela es orden, estructura contrapuesta al caos o desorden de la realidad, y que muchos de los autores que defienden la fragmentariedad, la imitación de la vida, simplemente es porque no son capaces de elaborar una trama.
Otra de las líneas de trabajo de nuestro autor es poesía versus novela. Tierras fronterizas, la poesía se caracteriza por la tensión permanente en la palabra, por su capacidad de síntesis, mientras la novela deambula por senderos largos, más estratégicos. Fue Fernando Quiñones quien aportó una particular visión: la novela es whisky con agua, el relato whisky con hielo, y la poesía whisky solo (por mí, morrocotudo, siempre que el whisky sea de Islay). En todo caso, existe una contaminación mutua de la que nadie sale indemne, aunque se mantenga lo medular, la «proteína», como le gusta señalar a Manuel Rico.
También resulta relevante la insistencia del autor en el compromiso literario desde una perspectiva ecuménica, esto es, social y moral del escritor, que no sería política ni ideológica, sino un compromiso civil con la literatura como lugar donde se examinan las contradicciones de la sociedad y del individuo. En mi caso, siempre he dicho que mi compromiso con la literatura es contar una buena historia, comme il faut, y mi compromiso político está en mis artículos, por lo que habría una charla sobre el tema a fin de deslindar más detalles. Al hilo de la política, Manuel establece las diferencias entre el discurso político y narrativo: en el primero, prevalece lo utilitario, en el segundo, lo que se busca es la complejidad, la profundidad, la creación de una mirada a la realidad.
Y también hay perversiones, controversias, líos. La crítica tiende a veces, con cierta arrogancia, a erigirse en pope de lo que se debe y no se debe escribir (todos los escritores la hemos sufrido, y no quiero acordarme del nombre de un inquisidor del Santo Oficio cuya pertinacia tuve que soportar, hasta que se murió). En realidad, su trabajo es analizar y poner en contexto lo escrito, ayudar a que el escritor comprenda mejor su obra a fin de perfeccionarla. Otro tema de debate es el mercado: muchas veces prescinde de los códigos que definen una obra imprescindible, incómoda, perturbadora, en aras del dios Mammón, a quien le gusta la ligereza, el desmán literario, la chorradita de turno, y los presentadores de televisión.
No obstante, eso ha pasado siempre, de una u otra forma: son baldones conocidos, y el tiempo, inmisericorde, se encargará de hacer la criba. También resultan nutritivas las diversas polémicas que trae a colación el autor, Isaac Montero versus Juan Benet, o la suya propia con Constantino Bértolo, que se prolongó en la misma presentación del libro, pero eso ya lo dejo en el aire, para que ustedes puedan elegir entre tigres y leones.
Entre la complicente cosecha de este ensayo, están los autores a rescatar que nos muestra Manuel Rico (he de confesar que de algunos ni tenía noticia): José Antonio Gabriel y Galán y su 'Muchos años después', Jesús López Pacheco y su 'Central eléctrica', Antonio Ferrés y su 'La piqueta', José Vidal Cadellans y su 'Ballet para una infanta'. Otros, quizás resulten un poco más notorios, como Isaac Montero, Antonio Martínez Sarrión o Adelaida García Morales. En cualquier caso, en el ensayo de Manuel Rico les esperan muchas más cosas: la genealogía de los últimos 30 años de literatura española, la consabida 'muerte de la novela', la impugnación del cliché de la diversidad como fuente creativa, un inventario de recomendaciones de novelas sobre la Transición… Sólo decirles que un servidor, tras leer el libro, acabó con dos folios de notas en la mano.
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