El problema que tuvieron los persas es que la historia la contaron los griegos. A Heródoto le bastaban un par de trazos en su 'Historia', como la anécdota de Jerjes y el platanero del que se enamora, para tachar de chiflado al villano oriental, escondiendo ... luego la mano. O Esquilo, con unas líneas en 'Los Persas', ya te sacaba una foto para la eternidad de Jerjes como un déspota monstruoso. Aparte, está la magnífica y ambigua caracterización de Rodrigo Santoro en '300'. Pero los persas están empezando a contar ellos también la historia a través de los miles de tablillas desenterradas en Persépolis. Ciro el Grande, Darío, Jerjes, Artajerjes… La dinastía aqueménida tiene su visión del cuento, que difiere un poco de los enredadores griegos («temo a los griegos incluso cuando traen regalos», escribió Virgilio en la 'Eneida', y cuando conoces a sus taxistas, lo comprendes). El imperio más grande de la antigüedad, que iba desde el Mediterráneo hasta el río Indo, que sorprendentemente utilizaba el arameo como lengua franca, que adoraba a Ahura Mazda, pero respetaba los cultos locales, y que para no quemarte la casa y torturarte sólo te pedía que pagaras tus impuestos y no dieras guerra, como los obstinados y pendencieros griegos.
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Los helenos distorsionaron a sus enemigos creando una imagen decadente, despótica, lujuriosa, amanerada, oscura e ignorante (en parte, porque construían su identidad en oposición a ellos), pero lo cierto es que los persas eran una civilización brillante y, como se dice ahora, 'multicultural'. Desde Ciro el Grande hasta que en el 330 a.C. son liquidados por la contundente mano de Alejandro de Macedonia, la historia de los aqueménidas daría para unas cuantas series y películas y libros.
Los persas fueron los primeros que trajeron los pantalones, vestimenta estándar de los jinetes de la estepa, y los griegos, con sus faldas, quedaron escandalizados con los bárbaros. Y de Ciro en adelante, batallas, traiciones, intrigas, hasta ir conformando los cimientos del futuro imperio y entrar en la gran Babilonia, siempre magnífica, y objetivo de todos los conquistadores (véase la entrada de Colin Farrell en el 'Alejandro' de Oliver Stone, 2004). Se van creando las sucesivas capitales, la primera, Pasargada, y en ella, legendarios paridaidas, o sea, jardines, y de ahí viene la idea del Paraíso bíblico creada por los escribas judíos que trabajaban para los persas. Y llega la muerte violenta de Ciro (esa magnífica y falsaria escena que crea Heródoto, cuando la reina Tomiris hunde la cabeza del persa en vísceras humanas, y que un anónimo graba en el XVII a fin de que podamos disfrutarlo en El Prado). Y Cambises conquista Egipto, que es la llave de todos los imperios (Heródoto, siempre liándola, se inventa la escena de su ejército enterrado por una tormenta de arena). Y llega Darío, tras cargarse a Esmerdis en una guerra civil.
El Gran Rey, a pesar de toda su gloria, sufre la primera derrota del Imperio a manos de los griegos y Milcíades, en Maratón (antes lo mandaron al carajo, le dijeron que sólo se postraban ante Zeus, porque lo suyo era la eleutheria, la libertad). Levanta la segunda capital, Persépolis. Se desarrollan las leyes, se crea una administración meticulosa, los sátrapas designados gobiernan las 36 provincias (y se rebelan de vez en cuando). La Corte se movía por todo el país en caravanas inmensas para evitar los rigores del clima, Susa, Babilonia, Ecbatana, Pasargada, Persépolis. El Imperio se extiende, aplasta, esclaviza, llega a acuerdos. Quieren ser como el imperio asirio, que duró 300 años, aspiran a ser tan sofisticados como los antiguos elamitas. En los harenes se conspira, se organizan cacerías reales, se conforma una elaborada etiqueta en los palacios imperiales para controlar a la nobleza. Y llega Jerjes.
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El persa vuelve a intentar invadir Grecia en el 480 a.C., pero ahí están los espartanos de Leónidas, esperándoles en las 'Puertas Calientes', buscando kleos, gloria inmortal. Y luego llega el roto que le hicieron los barcos de Temístocles en Salamina, y la puntilla se le dio en Platea y Mícala. Fue una victoria tan extraordinaria como inesperada, que se borró de los anales persas, porque los griegos puede que fueran unos pequeños bárbaros, pero la hostia escoció mucho y durante tiempo. Curiosamente, por motivos de política interna, Temístocles tuvo que salir pitando de Atenas y acabó trabajando para Jerjes. Finalmente, a Jerjes lo asesina su hijo, Artajerjes, que se hace con las riendas del poder.
La historia continúa, y es apasionante, y la cuenta bien Lloyd Llewellyn-Jones en su ensayo 'Los Persas. La era de los grandes reyes' (Ático de los Libros). En su demérito sólo puedo alegar que uno, como proateniense, tiene la impresión de que Lloyd es un quintacolumnista de los persas, pues en ocasiones deslustra los grandes logros de los griegos, pero, en fin, cada uno elige su bando, y bien está. No obstante, le aconsejo que su catador controle el vino que toma, no vaya a ser.
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A partir de aquí, los atenienses comienzan a construir su imperio, llega Darío II, los persas siguen conquistando y matándose entre ellos. Surgen tremendas imágenes, como la tortura por ceniza o la muerte por escafismo, que te dejan mal cuerpo. Hay anécdotas como la de que si no tenías barba, no podías ser emperador. Entra en escena Jenofonte y sus mercenarios griegos para intervenir en uno de los numerosos conflictos internos de los persas, dejándonos su maravilloso testimonio en la Anábasis. Se descubren personajes femeninos fascinantes, como la reina Parisátide: ella sola tiene un novelón. Y aparece otro Artajerjes, y después el último Darío, el tercero, que se enfrenta con Alejandro en Gránico, Issos y Gaugamela, y hasta aquí hemos llegado.
El Imperio Persa, dos siglos de gloria y convulsiones, estrangulado por un caudillo macedonio enorme, quién lo duda, pero cuyo imperio, tras su muerte en el 323 a.C., no tardó ni siete años en desaparecer. Da mucho que pensar.
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