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En el metro de Madrid se suceden escenas consuetudinarias, un gran terrario que muestra la condición humana. Una de ellas es la habitual rebelión de un crío contra la autoridad materna: en este caso, gritos, retorcimientos varios, tarjeta amarilla, tarjeta roja, y la madre acabó ... por meterle un tortazo que resonó en toda la estación. Hace años, tal acto hubiera sido contemplado por la mayoría de los testigos como la resolución lógica de un desafío al imperio maternal. Lo que me llamó la atención fue la división de opiniones que se produjo: una parte comenzó a reconvenirla, la otra, apoyaba la hostia. Yo estaba con los segundos, pero esa no es la cuestión. La cuestión trata de la legitimidad y los límites de la autoridad.
La hostia coincidió en un alarde de sincronicidad con la lectura de un artículo en el periódico Ouest France: Retour de l´autorité?, del profesor emérito Jacques Le Goff. Macron, que tiene sus fans y sus detractores, pedía el regreso de la autoridad a todos los niveles, una jerarquía que abarcase Estado, familia, comunidades locales y escuela. No obstante, es el concepto de autoridad lo que hay que definir con precisión. En Francia ya hemos visto los disturbios y la mano larga de la policía; en España, resulta llamativo cómo los chavales le han perdido el respeto a las fuerzas del orden y cómo se enfrentan a ellas. Ya en 1954, Hannah Arendt avisaba de que la autoridad estaba desapareciendo del mundo moderno. Y Le Goff distingue entre poder y autoridad, y que la segunda es la capacidad para hacerse respetar y que no debería requerir de la fuerza. Que yo recuerde, todo esto ya viene de los romanos, potestas y auctoritas, la primera funciona por imposición, la segunda, por dar ejemplo, con sus raíces en la justicia, el servicio público, etc.
El poder se posee, la autoridad se gana o se pierde. El poder pierde autoridad cuando permite ir contra ley o se retuerce la misma, cuando disimula faltas, cuando agravia los símbolos, cuando se apropia de lo común, cuando se ejerce sin la valía adecuada, cuando se posturea, cuando se carece de decoro...
Ahora bien, es necesario convencer de todo esto al prójimo, porque cuando dicho poder no está convencido de su legitimidad y se encuentra con resistencia, deviene en Rusia o en China. En las democracias liberales, el asunto es más complicado, porque existe una tensión entre gobernabilidad y democracia, entre la sumisión a la ley y la autonomía. Le Goff nos recuerda sorprendentemente a Proudhon, gran teórico del anarquismo, quien acabó admitiendo que «en toda sociedad, incluso en la más liberal, una parte está reservada a la autoridad». Esto exige una autoridad negociada, un intercambio entre el gobierno y el ciudadano, en el que, si recordamos al chaval del metro, podemos hacer una excepción, pues se da por supuesto que la madre ha de poner coto unilateralmente a los excesos de la infancia.
Siguiendo con el caso, nuestro profesor también trae a colación a Paul Ricoeur, lo que el filósofo denomina «la paradoja política», flagrante en las democracias, en la que la autoridad legítima necesita en determinados casos ejercer la violencia, tanto para garantizar su eficacia como para, en ocasiones, preservar su misma existencia. Su objetivo es el «bien vivir», una competencia que ha de ser legitimada y controlada una y otra vez, pues de todos es sabido que el poder siempre tiende más a dominar que a servir. Como ejemplo de todo esto, hacer memoria de un agradecido Camus, en su discurso del Nobel, cuando recordó a su maestro Monsieur Germain: «Sans vous, sans cette main affectueuse que vous avez tendue au petit enfant pauvre que j'étais, sans votre enseignement et votre exemple, rien de tout cela ne serait arrivé». Dicho en cristiano: «sin el cariño, sin el ejemplo de aquel buen señor, Camus se hubiera quedado en arrapiezo con el pelo de la dehesa intacto».
La pérdida de autoridad afecta a Francia y a España, y supongo que a más países. La posmodernidad tiene como consecuencia impensables agresiones a las fuerzas del orden, a los profesores, a los padres. Hace dos mil años, Sócrates ya nos avisaba que la naturaleza sigue su curso: «la juventud ateniense es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros». Resulta normal que las nuevas generaciones desafíen a las anteriores, pero un aumento de más del 40% en estos choques, las imágenes de los chavales de botellón chuleando a la policía, no deja de impactarme. Los pilares de la autoridad se van resquebrajando. Tenemos que comenzar a hacernos preguntas. ¿Sobreprotección? ¿Dejación de la autoridad por los padres? ¿Exceso de ofendiditos? ¿Demasiada confianza? ¿Generalización del vandalismo? ¿Falta de sanciones, que crean un sentimiento de impunidad?
Gregorio Luri afirma que el trabajo de los adultos es dar la tabarra, poner límites, pero también dar confianza. Afirma que los padres no son colegas, pero que, cuando a los hijos les fallen los amigos, ahí estarán para apoyarles, para quererles, y que por eso les ponen topes. Es el mismo equilibrio que ha de encontrarse en las fuerzas del orden, porque no te pueden lanzar un adoquín y que no pase nada. En fin, todo es muy complejo, y las preguntas están en el aire, pero es necesario que les encontremos una respuesta antes de que el chaval del metro crezca lleno de rabia y desorientado, y quizás la hostia nos vuelva como un bumerán.
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