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Miren, no hagan caso a las turras de Claudia Sheinbaum, o al lloriqueo subvencionado de algún indio que saca las plumas una vez al año ( ... con apellido español): en Occidente, la mayor historia del mundo pueden ser las vicisitudes de Cristo y tipos como Pablo de Tarso, pero la segunda es, indiscutiblemente, la Conquista de América. Hubo sangre, desgracias, abusos, pero también conocimiento, grandeza, una gloria bien cimentada. Eso se llama épica. Tras el episodio imposible de Hernán Cortés en 1521 (imprescindible leer 'Historia verdadera de la conquista de la Nueva España', de Bernal Díaz del Castillo), vino otro igual de improbable: comenzó el 14 de noviembre de 1524, cuando un señor de apellido Pizarro cogió un barco desde Panamá al Perú.
En el 'Pirú' estaba el dios Viracocha y el imperio Inca, que se había expandido desde su capital, Cuzco, a base de los mismos palos y sangre que darían los españoles. Un vasto territorio comunicado por caminos de cabra y puentes colgantes, regido por el Inca, la reencarnación de un dios, que no tenía problemas para sacrificar niños y meterlos en tinajas. El 'Tahuantinsuyu', el imperio Inca, era poderoso, complejo (imprescindible leer 'Comentarios reales de los Incas', de Garcilaso de la Vega), pero adolecía de los mismos problemas estructurales que el mexica: hay rencor, fracturas, envidias, guerras civiles, ergo, ganas de venganza. Esa era la única oportunidad que tenían los españoles, que eran una banda, como siempre, pero muy atenta a las debilidades del enemigo. Igual que Cortés aprovechó las ganas de revancha de los tlaxcaltecas, Francisco Pizarro y sus barbudos vieron claro que el conflicto entre los hermanos Huáscar y Atahualpa podía ayudarles en su empresa.
La aventura ya comenzó con sangre en Castilla del Oro, o sea, Panamá: Pedrarias liquida a Balboa por rencillas personales, con Pizarro en el bando de Pedrarias. Con las noticias del Perú «donde hay más plata que hierro en Vizcaya», Pizarro y Almagro, que repetirán la misma tragedia, se lanzan al mar. Hubo fracasos, por supuesto, con el dramático episodio de la Isla del Gallo, donde los 'Trece de la Fama' se conjuran para continuar a pesar de la toda miseria y desesperación que les rodeaba, pero así se forjan los prestigios que duran siglos. En el transcurso, aparece otro titán, Hernando de Soto, que se unirá a Pizarro, y que años más tarde protagonizará la entrada en América del Norte hasta el río Misisipi (imprescindible leer 'La Florida del Inca', también de Garcilaso). Y en esto llegó el increíble episodio de Cajamarca, el 16 de noviembre de 1532, donde el desprecio de Atahualpa por los barbudos, que llegó borracho y con la intención de sacrificarles, unido a la valentía y la organización (y la suerte) de los españoles, propició su captura, con todas sus consecuencias militares y políticas.
Los episodios siguientes son bien conocidos: el rescate de oro; los asesinatos de Húascar y Atahualpa; las guerras que prosiguieron contra los núcleos de resistencia incas; el chifladísimo Pedro de Alvarado, que no contento con conquistar Tenochtitlán intenta entrar en Perú desde Guatemala; la guerra civil entre Pizarro y Almagro; la entrada de Pedro de Valdivia en Chile (imprescindible leer 'La Araucana', de Alonso de Ercilla); la emboscada sangrienta contra el mismo Francisco Pizarro; el levantamiento de Gonzalo Pizarro contra el emperador español; la llegada de Pedro de la Gasca para poner fin al caos… Entremedias, esos episodios que sólo suceden en el imperio español: Francisco de Vitoria cuestiona la guerra de conquista imperial y exige que los indios sean protegidos como hombres que son. A posteriori, las Leyes Nuevas de 1542, un corpus legislativo que prohíbe la esclavitud. Lo nunca visto en imperio alguno hasta esas fechas.
Todo esto lo cuenta bien Iván Vélez en su ensayo 'La conquista del Perú' (La Esfera de los Libros). Pero, como todo se enreda como las cerezas, no leeremos sólo sobre la aventura del 'Pirú': hay otros episodios enmarañados que convierten cualquier película de superhéroes de Marvel en un gracioso episodio liliputiense. La aventura de Gonzalo Pizarro en el País de la Canela, en la búsqueda de El Dorado, acompañado por 900 perros (imprescindible leer la trilogía de William Ospina: 'Ursúa', 'El país de la canela', 'La serpiente sin ojos'). La increíble hazaña de Orellana, que desciende por todo el río Amazonas y vive para contarlo, y no contento regresa en su segundo viaje para morir con sólo 35 años. La rebelión de Lope de Aguirre y sus marañones (inevitable leer 'La aventura equinoccial de Lope de Aguirre', de Ramón J. Sender, y ver la película 'Aguirre, la cólera de Dios', de Werner Herzog, con su desatado Klaus Kinski), con su tremenda carta al Emperador Felipe, y sus gritos en medio de la selva: «¿Cree Dios que porque llueva no voy a destruir el mundo?».
Cuando uno cree que ya no puede pasar más, se queda ojiplático ante la siguiente proeza de los españoles. Chapotean entre sangre, oro, salvajadas, actos de valor y temeridad, absoluta desesperación, todos buscando la riqueza y la gloria, que su nombre no se pierda en la posteridad. Dan mucho miedo, pero también es inevitable la admiración más profunda. Y si ustedes se quedan con hambre de historia, tienen mucho más: la epopeya de Francisco Vázquez de Coronado durante más de dos años en 1540, recorriendo el sur de los Estados Unidos (aquí barro para casa: tienen mi novela 'Coronado', Edhasa 2019); también en USA, la errancia de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, con su crónica 'Naufragios'; Juan Ponce de León y su búsqueda de la Fuente de la Juventud; Sebastián de Belalcázar, Jiménez de Quesada, Alonso de Ojeda, Pedro de Mendoza, Juan de Oñate, Francisco de Ulloa… Es un no acabar, de verdad.
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