La filosofía del cuello de cisne

Muchas veces se ha dado por muerto al intelectual francés y siempre estaba de parranda. A veces son un poco como los actores, que hablan de cosas que no tienen ni idea. Y ello no es óbice para que acierten alguna vez

Lunes, 11 de marzo 2024, 01:00

El intelectual de cuello de cisne es como el cruasán: muy francés. Y como mucho de lo francés, resulta un pilar relevante de nuestra civilización (igual que la baguette). Uno no es nadie si no ha leído a Zola, a Camus, y un poco a ... Sartre (ese apoyo al totalitarismo comunista, Jean Paul…). Foucault, aunque tiene mucho peligro (ese apoyo a Jomeini, Michel…), también es importante, aunque sólo sea para utilizarlo como virus debilitado a fin de crear la vacuna para ciertas enfermedades. Muchas veces se ha dado por muerto al intelectual francés, y siempre estaba de parranda. A veces son un poco como los actores, que hablan de cosas que no tienen ni idea, pero el mero hecho de llevar un cuello de cisne les da pábulo para hacer lo que se les antoje. Y ello no es óbice para que acierten alguna vez, por supuesto.

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Éric Sadin pertenece a esta tribu. Y que yo haya leído, tenemos también a Michel Onfray, Paul Ricoeur, Alain Badiou, Jean Baudrillard, el forradísimo Bernard Henri-Levy, y David Lapoujade (que tiene un libro sobre Deleuze del que no entendí absolutamente nada). Unos son más llevaderos que otros, pero ahí siguen, como el dinosaurio, tanto para tirarles huevos como para que Macron los utilice de coartada intelectual. Pero estábamos con Sadin. Acaba de publicar 'Hacer disidencia' con la editorial Herder. Tratándose de un intelectual francés, ya sabes más o menos de qué pie cojea, y aunque Paul Ricoeur decía que hoy elegimos opciones más complejas, con matices, tratándose de los franceses, hay cosas que son a piñón fijo, como el punto gauche o el papel sacerdotal. Ahora bien, se mueven en un mundo de ideas, a veces proféticas, a veces clamorosamente desastrosas, pero que funcionan como ráfagas que, si bien pueden no iluminar nada concreto, nos dan una perspectiva más amplia de lo que nos rodea.

Sadin nos habla de la importancia de que la sociedad civil ejerza su presión sobre una política que se relaciona con el ciudadano de 'forma piramidal'. Le pone nombre a la inevitable crítica del capitalismo, Uber, Deliveroo, Lime, con su explotación automatizada, aunque se queda un poco en una nebulosa predecible, en plan conspiración ultraliberal mundial. Donde me interesa más es en la propaganda retórica de las neolenguas, que sirven tanto para ocultar estrategias esclavistas de las empresas como para intentar llamar a las mujeres 'seres con vagina'. En esta línea, siempre recomiendo leer los escritos de Arthur Koestler sobre los puntos en común de lo freudiano, lo católico, lo fascista y lo comunista. Y, obviamente, a Victor Klemperer: «Las palabras pueden ser como minúsculas dosis de arsénico; uno se las traga sin prestar atención, parecen no hacer ningún efecto, y al cabo de un tiempo su toxicidad se deja sentir». De igual forma, la misma tecnología que nos descubre un linfoma puede aislarnos, despersonalizarnos, entristecernos hasta límites patológicos. Es la misma tecnología que nos mercantiliza, convertidos los seres humanos en simples medios, casi cosas. Sadin trae a colación al manido Baudrillard y sus simulacros, «una multitud de seres en corsés imperceptibles, trabajando en jaulas de cristal hábilmente dispuestas». Y también se detiene en la juventud, su agotamiento, la degradación que supone no tener un trabajo, un futuro, algo donde agarrarse.

Nuestro filósofo cita a Tolstói, «lo que produce el movimiento de los pueblos es la actividad de todos los hombres que toman parte del acontecimiento». Esto le sirve de coartada para la ineludible loa a la colectividad, a la superación del marco capitalista, por ser un modelo agotado, y propone la «institucionalización de la alternativa», esto es, dinero público que impulse proyectos virtuosos llevados por una especie de comunas. El problema es el de siempre: que somos como somos, y las utopías falansterianas han acabado como el rosario de la aurora. Lo único que funciona es la democracia liberal, aunque sea imperfecta, y el capitalismo, aunque en ocasiones produzca aberraciones. Es lo que hay.

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En 'Hacer disidencia' se pone el dedo en algunas llagas. Los excesos en la explotación de los recursos naturales, el desprecio de los límites jurídicos en aras de más riqueza, y la insostenibilidad de este círculo vicioso. Trae a colación el neologismo 'solastalgia', el malestar psicológico causado por la sensación de vivir un desastre ecológico. Hace hincapié en el capitalismo de vigilancia, pero no se detiene sólo en los dispositivos panópticos masivos (véanse los 300.000 españoles que han vendido su iris por criptomonedas, que al final viene a ser vender tu firma), sino en un modelo técnico-económico que pretende dirigir los comportamientos, en buena parte con nuestro consentimiento. A Sadin le acabo de perdonar que sea un poco hortera vistiendo cuando me habla de John Dewey, que a mí siempre me interesa, igual que el enorme William James (imprescindible leer 'Pragmatismo'). Dewey nos dice que el Estado es siempre algo que hay que analizar, investigar y buscar, casi debemos rehacer su forma en el momento en que se consolida. Como construcción humana, evidentemente es incompleta, y debemos explorar enmiendas constantes. Sadin se vuelve a quedar un poco en el limbo a la hora de concretar dichas enmiendas, habla de «modalidades insólitas», de «actuar en diferentes niveles». No obstante, el fondo sí tiene dónde rascar: crítica constante, criterio fundamentado, y supervisión del poder. Para estas cosas yo siempre recurro a los clásicos, como Plutarco, que ya tienen claro que el poder tiende a explorar sus límites (y es el ciudadano y la división de poderes quien tiene que dar toques a los estamentos). Se puede salir a la calle, o se puede denunciar ante la oficina del consumidor, lo que sea que sirva de dique a la tiranía.

Lean, lean a los filósofos de cuello de cisne: Foucault bien puede ser una de las bases del movimiento woke o el lúcido autor que escribe 'Vigilar y castigar'.

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