De vez en cuando almuerzo en el Café Gijón con mílites de la vieja guardia socialista. Pura querencia, amistad, nada de conspiraciones decimonónicas. Hablamos sobre todo de chismorreos y libros, y también cae algo de política, resulta inevitable. Por norma, rechazan el actual Gobierno, pero ... en el último encuentro, uno de ellos me dejó con la boca abierta: «Yo he estado votando al PACMA, por no votar al PP, pero ahora, voy a votar a la derecha: será la primera vez en toda mi vida que lo haga». Lo dice con más tristeza que resignación, y luego añade: «Ojalá hubiera ganado el asturiano». Se refiere a Javier Fernández. Pues sí, si hubiera ganado el asturiano, la historia se escribiría de otra manera, mucho más calmada, y yo no tendría que andar sacando la faca cada vez que le hago una oda a Sánchez.

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Son los mismos mílites que ven con desesperación cómo mucha gente sigue votando a un PSOE que ya no existe, uno que se ha convertido en una fachada de Cinecittà: por delante, con todos los atributos históricos, por detrás, mero decorado de madera y yeso. Es un partido en el que los socialdemócratas cada vez pintan menos, arrastrados por un proceso degenerativo, devastador, en el que se borra su esencia a base de parches nacionalistas, populismo neocomunista, y bilduetarras (ya hablaremos luego de Bildu). Un partido en el que el cesarismo ha utilizado la ablación en los mecanismos de control interno, haciendo cortes aquí y allá, mientras el letrero luminoso que mostraba orgullosamente la identidad de un partido histórico comenzaba a parpadear. El PSOE, un partido clave para la democracia liberal, comenzó a sumirse en la esquizofrenia cuando empezó a gobernar con fuerzas anticonstitucionales, a ceder a la necrosis que inevitablemente se produce cuando te riges por la agenda de minorías.

Cuando yo digo que apoyé al primer Zapatero (el segundo fue un despropósito, y el jarrón chino que tenemos ahora es un esperpento), el personal no me cree. En su momento, era lo que había que hacer, y no me despeiné (todavía me hierve la sangre al recordar las mentiras tan gordas de Ángel Acebes, igual que las bolas de Zapatero negando la crisis en el Congreso). Como no me despeino si tengo que votar a un Ciudadanos que va a desaparecer, o al PP, según las circunstancias históricas. Para mí eso es lo sensato: votar según las necesidades de España. Un tercio de la gente que votó a Sánchez en 2019 no lo volvería a hacer: se van a ir a la izquierda, a la derecha o a la abstención, pero no a Sánchez. Porque saben que cuanto mejor para Sánchez, peor para el PSOE (y para el país), que de ser un partido con vocación mayoritaria y de pactos de Estado, pasa a ser rehén de una pléyade de vándalos con motosierra. Mis compañeros del Café Gijón se echaban las manos a la cabeza con lo último: Bolaños intentando saltarse el cordón de la discoteca. En su mente no cabe conceptualmente que un político hecho y derecho se rebaje a tamaña indignidad. Vienen de otra política, una en la que se llora porque el votante socialista de toda la vida cree que, tras la fachada de Cinecittà, aún está Felipe, y la emoción de cuando votaron por primera vez, y los valores progresistas, cuando ahora no hay más que un descampado.

Si por algún albur Sánchez consiguiese una improbable reedición de su deletérea banda, lo que le espera al socialismo es bien sencillo. La voracidad insaciable de los independentistas, que quieren seguir la estela de Maciá; el aumento progresivo del poder de un etarra como Otegi, a nivel local, autonómico y en las Cortes (luego hablamos de Bildu); un proceso destituyente que irá desmontado por piezas el país (hasta Adelante Andalucía tiene un programa en andaluz inclusivo: 'lenguahe incluçibo en tôh lô documentô'); fomentar el odio contra la derecha «fascista» mientras un flujo de decretos ley va erosionando el Estado, convirtiendo al Congreso y al Senado en meros validadores de las normas gubernamentales. Evidentemente, la Corona es uno de los objetivos a batir, como garante de la Constitución, la misma que defendió Rubalcaba en el debate sobre la ley orgánica de abdicación de Juan Carlos I en 2014, la misma que defendió Javier Fernández en una disertación en el aula magna de la Universidad de Burgos, 'La monarquía y el modelo territorial', en 2016. A todo esto, los mílites me dicen que un buen relevo para que el PSOE volviese a ser el de siempre sería Javier Lamban, quien, por cierto, el año pasado también dijo que «mejor le habría ido a España si Javier Fernández hubiera liderado el PSOE».

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Y a lo que íbamos: Bildu. 44. Y repito: 44 etarras, 7 de ellos con delitos de sangre, se presentan a las elecciones por Bildu en el País Vasco y Navarra. Ahora los verdugos se presentan como víctimas, los mismos que hicieron que las calles chapotearan de sangre, los mismos que no piden perdón y los mismos que no ayudan a resolver los 300 asesinatos que faltan. Son los mismos que se presentan con sus alias en las listas, para que quede claro quiénes son, los mismos que fueron derrotados por el Estado y la democracia y que ahora se sirven de sus leyes e instituciones para continuar con su repugnante proyecto. De nuevo, los mílites de la vieja guardia se echan las manos a la cabeza, algunos con amigos que murieron ahogados en un charco de sangre. Se acabó la dispersión penitenciaria, se transfieren competencias que los ponen en la calle con una alegría que bien merece unos txacolis. Todo esto es Bildu, que no es más que Sortu, que no es más que Herri Batasuna con otro nombre. Y agárrate los machos, porque ahora ha surgido una escisión de Bildu denominada GKS, que defiende la vuelta al maximalismo, que declara la igualación de los asesinos con sus víctimas. Pactar con la CUP, con ERC, con VOX, con Podemos, puede ser discutible, pero no deja de ser un problema político: hacerlo con etarras sobrepasa cualquier límite de tolerancia, da igual el teatrillo que te montes. Al dragón, para matarlo, no hay que córtale sólo las múltiples cabezas, hay que incinerar su cuerpo, y echar las cenizas en la fosa de las Marianas.

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