![¿Por qué los escritores ya no cuentan?](https://s3.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/2023/10/08/imagen-articulo-nachodelvalle-kwS-U210373651330vcG-1200x840@El%20Comercio.jpg)
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Hubo una época en que los plumillas teníamos una fama oscura, nuestros rostros tabernarios ocupaban esos cárteles de Wanted, Dead or Alive, 10.000 $, o el mismísimo Platón nos expulsaba de su república ideal, o Robespierre declaraba en la Convención que éramos los mayores ... enemigos del Estado. Ah, qué tiempos. Hasta hace nada un Camus podía erigirse en la conciencia de una sociedad, o un Solzhenitsyn abría las puertas del comunismo para mostrar las hogueras del infierno Gulag. Semántica, pragmática, veredicción… Todo eso parecen ya viejas herramientas y hoy semejamos más a ese párrafo de Suetonio en que cuenta cómo Nerón degeneró con respecto a las virtudes de sus antepasados, reteniendo en cambio los vicios de cada uno de ellos. Pájaros dodó un poco desnortados, algunos todavía con la seguridad de subir a la montaña a por las Tablas de la Ley cada vez que escriben una línea. Ya señalaba Bourdieu en 1995 que los escritores están cada vez más excluidos del debate público, porque paulatinamente son menos autónomos y porque la oportunidad de intervenir en él con eficacia se les ofrece cada vez menos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, es decir, cómo hemos pasado de comecuras a monaguillos?
Recuerdo que Carlos Fortea señalaba un par de razones, por las que podemos empezar. Por un lado, la relación más estrecha con el poder, que de una tradición de enfrentamiento sistemático devino en el descubrimiento por parte del poder que mucho mejor que tapar las bocas era dejarlas soltar lo que les diera la gana. La hiperabundancia de información, el exceso de tertulianos berreando, acaba por ocultar la misma información, por enturbiarla. Esta turbamulta que compite por dar los gritos más imponentes, provoca que ese mismo ruido sea incapaz de matizar sus argumentos (trabajo original de los intelectuales), centrada como está en aullar más alto. Por otro lado, el paso del papel a las pantallas condiciona el mensaje, provoca un nerviosismo especial, una impaciencia que, en ocasiones, nos lleva a no terminar los artículos o a pasar a otra cosa. Pero hay más, por supuesto.
Debido a que puedes ganarte el pan con la escritura te obligas a ser la voz de tu amo. O, por el contrario, tu situación es tan precaria que no puedes cargarte a posibles lectores con ciertas opiniones, y tu manera de actuar es ir pisando huevos. El resultado es la prudencia, ser predecible o un 'bienqueda', no mojarte en ciertos temas. Hay excepciones, obviamente, pero lo normal es ahormarte en una posición predeterminada o bien rehuir las críticas y dedicarte a contar sólo 'historias'. Lejos quedaría ya un Voltaire que en 1759 escribe 'Cándido' porque estaba molesto «por la manía de algunos de empeñarse en que todo está bien cuando las cosas van realmente mal». O aquella carta que le envió a Madame du Deffaud en 1754: «No hay personas completamente inteligentes, sí las hay completamente estúpidas».
En esa dinámica, los plumillas vamos implosionando, porque contradecimos nuestra esencia histórica, es decir, tocar las pelotas cuando hay que tocarlas, intentar explicar lo que está sucediendo, aunque contradiga nuestras ideologías. Podemos ser unos borrachos, unos chiflados, arrogantes, egocéntricos y, en ocasiones, moralmente deleznables, pero hay una cosa que no podemos dejar de ser: honestos. Cuando un plumilla se refugia en una torre de marfil y renuncia a tener una responsabilidad pública, cuando dimite de su papel como ciudadano, cuando hace dejación de su labor como intérprete de la realidad, su decadencia está firmada. Cómo no recordar aquella carta que le envió Jean Daniel a Mitterrand diciéndole las verdades del barquero, imitando el estilo de los epistolarios del siglo XVIII, y de la que no me resisto a transcribir partes in extenso: «Su gusto por una soledad poblada de incondicionales amenaza con apartar de su lado a personas habitadas por una alta exigencia»; «…es la razón de que quiera escapar a lo que usted llama fidelidad y que, mirando a su alrededor, tengo tendencia a llamar sumisión»; «…queda el hecho de que le será cada vez más difícil llamar 'compañeros' a quienes trata decididamente como súbditos».
Los plumillas, los intelectuales de cualquier condición, toda esa corte de los milagros, tiende a integrarse en el sistema, y en ocasiones, se mezclan con esos tertulianos que no tienen ni idea de lo que tratan, pero cuya verborrea superficial y constante llena minutos de pantalla. Eso es kriptonita pura para nuestras habilidades y nuestra vocación a contracorriente. Parece que a veces se nos olvida aquello que dijo Marco Aurelio de que la mejor defensa era no ser como ellos: ni actor trágico ni prostituta. Nos ofrecen estabilidad a cambio de la inocuidad, por otro lado, algo que también dejaba claro el Lazarillo, «la honra y el provecho no caben en el mismo saco». Los plumillas andamos más pendientes de vender los 5.000 ejemplares de rigor para mantenernos en el mercado que de quitarnos la sandalia y tirársela al tirano de turno, como hacen en el mundo árabe.
El disfraz. El aislamiento. Seguir la corriente. Dejarnos meter en un corral. Esconder ideología y opinión y subir un piso más en la sublimación de nuestra apartada torre. Ser 'estetas'. Dejar que nos confundan con titiriteros y saltimbanquis. «Qué inmensa dificultad esta hipocresía de cada instante», se quejaba Stendhal. Contra toda esta mierda, recuerdo siempre a Capote, que sufrió el ninguneo de la alta sociedad con la que se codeaba tras publicar 'Plegarias atendidas', donde destripaba sus intimidades. Le dolió, y sufrió, y nunca lo superó, pero como él mismo vino a decir con amargura: pensaban que tenían un mono para entretenerles, pero lo que tenían era un escritor.
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