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Seguro que le ha pasado. Son dos segundos. Dos, los que nos separan del hospital o de una incineración. Cruzas la calle; normalmente, uno mira a ambos lados, pero ese día, por lo que sea, sólo miras hacia uno, sin darte cuenta de que es ... doble sentido. El coche nos pasa al bies, como un toro: si hubieras dado un paso dos segundos antes, te hubiera llevado por delante. Eso te da qué pensar el resto del día, uno en que tienes un montón de cosas que hacer, uno en que había planes, compras, abrazos de tu pareja, libros que leer, cosas que escribir. Un día lleno de ese montón de calderilla que implica la cotidianeidad, pero que, si hubieras tenido menos suerte, hubiera implicado un hospital o el conocimiento de primera mano de la eternidad. Da mucho que pensar, ya digo.
Por supuesto, te acuerdas del cuento en que la muerte te espera en Samarra, da igual las estrategias que sigas, o de esa hermosa película 'Grand Canyon', de Lawrence Kasdan, en la que una mano anónima detiene a Kevin Kline antes de que cruce un paso de cebra y un coche también se lo lleve por delante. La muerte, en sí, no va a ser nada extraordinario; a medida que seamos conscientes de que se acerca, la vamos a aceptar con naturalidad: va a ser más tragedia para quienes nos aman que para nosotros. Ahora bien, la muerte imprevista, rauda, inesperada, esa que no da tiempo a asimilar, esa que corta de repente todos tus planes y no te da tiempo a organizar los asuntos... esa muerte crea más sensación de fragilidad. Es la Parca Láquesis, que corta el hilo con un gesto veloz, sin ningún aviso.
Esa fragilidad también tiene mucho que ver con el azar. Sigues vivo, pero todos los días tienes avisos de que ese estado de relativa gracia se puede romper en cualquier segundo. Te llegan noticias de gente que no ha tenido suerte: el hijo de un conocido que con sólo 17 años sufrió una electrocución y está en la UCI; alguien que se cae por una escalera, se rompe cadera y piernas y se ve encadenado a una silla de ruedas, sin cumplir los cuarenta; una chavala que sale a nadar en el mar y termina ahogada, con treinta años. Recuerdo lo mucho que me impactó la muerte del escritor Alexis Ravelo, no sólo porque era de mi quinta, sino porque no hacía ni un mes que habíamos hablado por teléfono (él, tan vital, tan exuberante). También se fue Domingo Villar, con apenas 51 años, con quien había coincidido en un par de ocasiones, buen tipo. O Dragó, que era amigo, un dragón que parecía que iba a vivir mil años. No, las Parcas no perdonan, y el cosmos se va muriendo a tu alrededor, todas las estrellas que un día admirabas y al otro están criando malvas.
Mis mayores me aseguraban que, a medida que cumples años, el tiempo se acelera. Ahora me voy dando cuenta. El envejecimiento se suma a la conciencia de la muerte, y a veces te asustas más pensando en las burradas que hiciste de joven y de las que saliste indemne, que de la incertidumbre que tienes por delante. También eres consciente de que las posibilidades se van reduciendo con cada año, y como en aquel poema de Borges, De todos los hombres que he sido/no he sido aquel/en cuyos brazos fallecía Matilde Urbacq. De todas formas, puede que hasta los cabellos de la cabeza estén contados, como dice la Biblia, pero tenemos que seguir jugando. Nos va la vida en ello, literalmente. E ir arrugándose también tiene ventajas: controlas más tu vanidad, relativizas los éxitos y los fracasos (aunque estos últimos sigan jodiendo). Además, para lo que te queda en el convento, procuras ponerte lo más cómodo posible; quiero decir, que yo intento hacer limpiezas en mi vida cada cierto tiempo: esta persona no me gusta, la borro, esta historia ya me cansa, la liquido. Sin cortapisas. Voy simplificando, allano el camino todo lo que puedo. Sé que los revolcones serán inevitables, hasta el final, pero Bonaparte afirmaba que sólo un general que vive en la molicie y está ausente de los campos de batalla puede contar que no ha sufrido un revés.
Dos segundos, ya les digo. Dan para mucho. Para ir directo al tanatorio o para escribir este artículo. Para quedar lisiado de por vida o para descubrir con deleite que Gulliver tenía por nombre Lemuel. Ahora mismo estoy tecleando en mi despacho, y miro una hoja donde tengo apuntados los proyectos literarios por hacer. Ahí se podían haber quedado, los signos de que, durante un intervalo de tiempo, estuve en el planeta. Hay que reírse, la única filosofía crítica, que defendía Octavio Paz. No queda otra. Y agradecer el tiempo extra que te han dado, y procurar disfrutarlo. En una semana volveré a pensar que soy inmortal (es la única forma de seguir adelante sin demasiados baches existenciales), pero en breve tendré otro recordatorio, sus encarnaciones son múltiples. Tengo la ventaja de que no me regodeo en el pasado, lo único que me interesa es lo que puedo conseguir o escribir en los meses siguientes. Eso funciona como un motor que va tirando de ti (contando con que la enfermedad te respete, por supuesto). En todo caso, hay que seguir leyendo, pues la ignorancia incrementa el poder del azar; hay que seguir activo como Aureliano Buendía, aunque pierdas los 32 golpes de estado que promovió; hay que seguir asombrado de que, por sólo dos segundos, pueda seguir con ustedes, da igual que me tengan enfilado o no. Y muy agradecido
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