Esas noches en que no eres capaz de mecerte en los brazos de Morfeo. Ustedes las conocen. Yo las conozco. Son infinitas, agotadoras, amargas. Estás congelado en medio de la noche, con la cabeza echando cartas como un crupier de Macao. Haces lo que puedes ... para retrasar la toma de somníferos, pero te dan las dos de la mañana, y no hay otra. El precio al día siguiente es muy alto. Cansancio. Desconcierto. Dolor de cabeza. Hay todo un género comercial dedicado a darte consejos para dormir, la mayoría, inútiles, mero efecto placebo. Te aconsejan que «programes tus pensamientos» y que dejes lo malo para el día; que no tomes cafeína al acostarte o que metas la cabeza en la nevera. También te puedes poner a limpiar el jardín antes de acostarte, u ordenar tu dormitorio, o ponerte una máscara para dormir, o relajarte para el periodo de transición de dos horas en que el cerebro se apaga paulatinamente. Todo muy guapo. Pero llegan esas noches en que nos quedamos esperando el sueño como Dante esperaba a Beatriz Portinari en el Ponte Santa Trinitá, y ni rastro de la dichosa Bea.
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Sabemos que dormir bien es la clave de la vida eterna. Aun así, el sueño se fragmenta a medida que cumples años, 50, 60, 70. Hay que orinar más, te duelen más cosas. Aparte, la cabeza, que funciona a toda vela, más madera, es la guerra. Cuanto menos duermes, más posibilidades hay de petardazos en el pecho, de enfermedades crónicas. Levántese, dicen algunos médicos, dé un paseo, haga incluso algo de ganchillo, o enchúfese un podcast. Y te dan las dos, y las tres, como en la canción de Sabina. Se puede dormir poco y seguir funcionando, te lo aseguran los padres de niños pequeños, pero es angustioso, te quedas exhausto y vas acumulando números para un susto.
Las redes también conspiran contra tu sueño. Los chavales en el metro son capaces de ver quinientos vídeos de un tirón y no terminan ninguno. La basura y la ignorancia digital que se retroalimenta y llena tu psique de sacos de trivialidad maloliente. Las redes sociales diseñadas concienzudamente para mantenerte despierto, los vídeos de gatitos, los 'reels' de Instagram. Vendedores de crecepelos, demagogos, descuideros psíquicos. Un síndrome de Diógenes moderno que llena nuestra cabeza de cascotes, que nos hiperestimula y no nos deja dormir. Desconfianza, ansiedad, paranoia, hostilidad. Mala hostia por las mañanas. Existen unas sectas (no se me ocurre otra manera de definirlas) que abogan por el sueño polifásico: varias cabezadas repartidas a lo largo del día para mejorar la productividad. El sueño también se ha convertido en campo de batalla del capitalismo: 'startups' de colchones, dispositivos 'wearables' que monitorizan el sueño. Pero llega la oscuridad, y el insomnio continúa ahí, en el fondo de nuestras cabezas, como una enorme araña que nos observase con ojos múltiples.
Y ahí está la química. Puedes probar con la melatonina. Con la Zoplicona. Con la Sertralina. Con el Seroquel. Con el Valium. Con el Lexatin y el Orfidal y el Lorazepam. Con todo lo que se te ocurra, ya sea recetado por los médicos o conseguido de estrangis. Si todo es inútil, siempre te queda el escritor William Seabrook, que aseguraba que no había nada que no pudiera solucionarse con una pistola. Pero la araña, tan gorda como siempre, seguirá apoyada en el fondo de la cueva. Muchos días te dejará descansar, pero, cuando menos la esperas, despliega sus patas, se posa sobre tu pecho. No te deja pegar ojo. Entretanto, el capitalismo sigue explorando la manera de sacar dinero a tu insomnio y te ofrece hoteles para dormir incomunicado, hoteles con gente que te abraza y te acurrucan y te susurran para que te relajes y baje el cortisol y suba la oxitocina y te dejes llevar por el sueño.
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No soy un gran experto acerca del insomnio en la cultura, pero recuerdo a Al Pacino en la película 'Insomnia', y cómo se vuelve paranoico a medida que pasan los días sin dormir. Edward Norton no duerme en 'El club de la lucha', y dice que nada es real, todo se distancia y parece una copia de una copia (luego conoce a Brad Pitt, alias Tayler Durden, pero esa es otra historia). Sherezade también ocupa las noches en salvar su vida cuento tras cuento, y Nabokov o Kafka dormían de pena (quizás la cucaracha kafkiana pueda interpretarse como una alegoría del mal dormir). Para un escritor, dormir mal es un torpedo directo a su creatividad, porque muchos de los nudos se resuelven cuando estamos en fase REM. La mente crea vínculos entre la información y la memoria y por la mañana nos regala ideas nuevas. Esto puedo firmarlo. Orwell escribió que ciertos trabajos agotadores le habían enseñado el verdadero valor del sueño, igual que el hambre el de la comida, y ahora lo veía como algo voluptuoso, un festín más que un descanso. Durante un club de lectura, una lectora me sugirió que recitase mantras para conciliar el sueño, y yo le respondí que no podría dejar de pensar en cómo utilizar esos mantras en una novela. Porca miseria. El mal dormir. Esa plaga. Y Gerardo Diego que nos susurra en ese poema de la angustia, desvelado junto al cuerpo de su amada, «qué pavorosa esclavitud de isleño, yo, insomne, loco, en los acantilados, las naves por el mar, tú por tu sueño».
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