Siempre he sido fan de los hallazgos lingüísticos y las frases de Fidel Castro: «mariconsón», «pluralidad tolerable» (un poco como la «democracia totalitaria» de Jacob Talmón), «desaparezca el hambre y no el hombre», «dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada» (aquí fusiló el ... famoso «extra Ecclesiam nulla salus», de Cipriano de Cartago), pero, sobre todo, «el desmerengamiento». Esto último lo profirió cuando la URSS termina por colapsar, pero puede aplicarse a muchos más campos de juego. España, por ejemplo.
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Hoy no me voy a meter con Sánchez, porque Sánchez acabará cayendo, es una cuestión de desgaste de los materiales. El gobierno español, como decía De Gaulle de la IV República, es una república que gobierna mal, pero se defiende bien. Es lo único que le queda. Pero, ya digo, se acabará: demasiada mentira, demasiada contradicción, demasiado absurdo. Lo que me preocupa es el desmerengamiento de la democracia española, lo que me inquieta es lo que viene después de Sánchez (y no me refiero al PP). La polarización salvaje, el cuestionamiento de los jueces, el pensar que las lealtades al partido te eximen de responsabilidades con el sistema, todo eso deja un poso. Otros países han pasado por esto: Italia, en los 90, llevándola a una crisis brutal; Argentina, con los peronistas, empeñados en gobernar sin controles. En España bastaría que apareciese un tipo como Berlusconi, o López Obrador, o Trump, para que se pusieran de verdad en tela de juicio los mecanismos democráticos. Y esto tiene un porqué.
Para que estos individuos tengan éxito es necesario que haya habido antes una labor de laminación. Años de desacreditar jueces, prensa y oposición dejan una «viña devastada por los jabalíes», en explícitas palabras de un Papa, y resulta suficiente para que alguno de los nuevos arietes populistas haga diana. Lo intentó Pablo Iglesias, pero era demasiado inepto, y lo intentarán otros, a izquierda y derecha. El PSOE y el PP deben ser los guardianes del tablero de juego, porque según un dicho belga, cuando los asqueados se van de la política, sólo quedan los asquerosos. Y estos 'asquerosos' continuarán el ciclo misológico de soltar burradas en las sesiones parlamentarias, de justificar hasta donde puedan la propia corrupción, de culpar al sistema, de negar la alternancia, de no encontrar un espacio de concertación. El resultado es que los ciudadanos perdemos la confianza, y podría llegar un momento en que el hastío sea tan profundo que la tentación por un salvapatrias pudiera darse.
¡Nooo!, dirán algunos, ¡eso no puede pasar en España! ¿Por qué? ¿Somos más listos que los italianos? Basta con seguir por este camino: patios de monipodio, manuales de resistencia, fotos con narcos, novios cachondos, amnistías que nadie se cree, casos Koldo, extraños rescates de aerolíneas, Alvaritos, marisco a punta pala, incapacidad para tener presupuestos, tribunales sin renovar, abuso de decretos ley, alianzas quiméricas… Al final, acabamos en el consejo de Evaristo a Fortunata en la novela de Galdós: «Niña, falta a los principios si es menester, pero guarda siempre la santidad de las formas». Esa santidad de las formas es la que oculta la ciénaga esencial de un régimen que pasa de gobernar a gestionar intereses. En el camino, aparte de los principios, nos dejamos los pactos educativos, la reforma fiscal y la reforma de las pensiones, el invierno demográfico, las amenazas geopolíticas (no nos olvidemos de Hassan y de su hijo Moulay Hassan y de Ceuta y de Melilla), el sistema de financiación autonómica, las migraciones masivas, el modelo energético, etc. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo en estas cosas, cuando estamos mucho más entretenidos con el culebrón del novio de Ayuso, o con los pagos de putas mediante Bizum?
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Al hilo de los italianos, recuerdo a Franco Battiato, cuando abandonó el cargo de consejero de Cultura de Sicilia y dijo que el Parlamento estaba lleno de putas capaces de cualquier cosa. Cuando las parlamentarias se quejaron, aclaró que se refería tanto a ellas como a ellos. Yo no sé si ya hemos llegado a ese nivel de emputecimiento en la política española, pero sí estoy seguro de que estamos en camino (ahora tenemos a Óscar Puente, pero antes teníamos a Rafael Hernando, que siempre parecía estar apoyado en la barra de una whiskería). Y tiene que ver con que la mentira no pase factura, con la sensación de impunidad y su retroalimentación, con el oportunismo, con la arrogancia, con el victimismo, con la falta de transparencia, con la incapacidad para presentar tu dimisión cuando la cagas, con el traslado de la culpa a los adversarios, con el insulto diario. Todo materia para el máximo mal, que diría Horario. Pero no hace falta irse a los clásicos; el otro día, en el metro, escuché a una señora mayor comentar con el más genuino asombro que era increíble que los políticos mintieran tanto y que no pasase nada. Es el sentir de la mayoría.
La cosa seguirá. Frases para convertir en titulares, soltar chorradas para que dominen el ciclo de noticias (abolir la prostitución, controlar el acceso de los menores al porno, prohibir que el sol salga por la mañana…), apoyar canciones en Eurovisión, propuestas utópicas de reducción de jornada laboral… Y la mentira, sobre todo, la mentira. Todo para distraernos, todo para que el incienso de la propaganda nos aturda. Entretanto, el camino hacia un hipotético Fidel sigue abierto, y ya sabemos que Fidel dijo aquello de «prefiero que Cuba se hunda en el Caribe antes que desandar los caminos de la Revolución». En fin, pase lo que pase, yo siempre compartiré la opinión de Franco, cuando le dijo a su ministro de Exteriores: «Con Cuba cualquier cosa, Castiella, cualquier cosa menos romper».
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