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Si alguien lanzase una bomba atómica en la ciudad de Reims, el mundo se quedaría sin champán. Así de claro. Todas las grandes casas están en la ciudad o en sus alrededores; las medianas y las pequeñas, también. Estremece sólo de pensarlo, y la OTAN ... debería de hacer ya planes especiales para la protección de la zona. Tenemos el maravilloso Pol Roger, o los descubrimientos que hice allí, como el Besserat de Bellefon; tenemos el finísimo Ayala o el eficaz Prestige des Sacres. Este es uno de los pilares de Reims, el otro, que proyecta una sombra enorme, es la Catedral. La catedral de Reims deja a Notre Dame de París a la altura de un sello de correos: es desmesurada, es impresionante, en ella se han coronado a 33 reyes en los últimos mil años. En la catedral de Reims puedes contar con paciencia 2.303 estatuas de piedra. De verdad que es enorme, inesperada, maravillosa. En la catedral puedes salvar tu alma, mientras el champán salvará tu cuerpo.
La cosa es patear las ciudades, aunque haga un frío que caen los pájaros, como es el caso. Tenemos los mercadillos, para tomar vino caliente, para degustar las especialidades de la zona, para devorar ostras con algún chardonnay o sauvignon (normalmente de batalla, pero la prioridad son las ostras). Tenemos puestos de bodegas pequeñas donde comprar coñac o el perfumado armañac. Todo es bueno para el convento. Y champán, claro: Taittinger, Demoiselle, Martel, Lanson, Charles de Cazanove, Canard-Duchêne. Muy cerca de los mercadillos está la Rue President Franklin Roosevelt, y si uno está avisado, podrá ver otro lugar energético, uno donde la historia se divide: el museo de la Rendición. Allí, en el antiguo cuartel del Mando Aliado, el general Jodl en representación del almirante Dönitz, firma el 7 de mayo de 1945, a las 2.41h, la capitulación total de las fuerzas armadas alemanas. Aquí se acaba la Segunda Guerra Mundial, y la mesa original, con sus sillas, refulge con una potencia extrema.
Por desgracia, el museo de Bellas Artes está en reforma, pero en su interior hay prodigios: hallamos a uno de mis pintores preferidos, Pissarro, y hay Corot, y hay Monet, y Delacroix, y el famosísimo 'La muerte de Marat' de Jacques-Louis David. Pero existe algo que lo pudo sustituir temporalmente: dentro de la abadía de Saint Remi, que es otro edificio poderosísimo, tenemos una sala llena de enormes tapices. Me recordó mucho a la capilla Rothko que hay en Houston. Un lugar a media luz, lleno de colgaduras suntuosas; un sitio para estar tranquilo, para meditar. Es el mismo silencio que busco en las iglesias y catedrales, lo que Philip Larkin describe como una detención de todo lo que pueda estar sucediendo. Un silencio vivo, una esperanza de cierta redención, sea lo que sea lo que cada uno entienda por redención.
Y hay que seguir andando la ciudad, perderse, volver a consultar los mapas, encontrar la salida del dédalo o ese edificio que andas buscando o ese restaurante donde comer un poco de foie o una fondue. Y como unos sitios están cerrados, otros están abiertos, y hay sorpresas, y hay milagros. El museo-villa Le Vergeur, un casoplón gótico, donde te puedes imaginar a Carmilla o donde puede suceder cualquiera de los cuentos de Villiers de L´Isle-Adam. Su antiguo propietario, un rentista sin oficio conocido que se dedicaba a viajar y a coleccionar cosas, hubiera podido pasar sin pena ni gloria salvo por el detalle de que el buen señor compraba series enteras de grabados de Durero. Y, de repente, en una sala, te encuentras una colección de cincuenta grabados, y el espectáculo continúa.
Cuando estás en la provincia francesa, una de las claves es alquilar un coche. Y te mueves, y desde Reims tienes Sedán a tiro de piedra, donde en 1870 los franceses se rinden a los hunos prusianos (y por donde también pasaron los tanques de Heinz Guderian en 1940, y al lado están las Ardenas). Y en Metz tienes un Centro Pompidou. Y Valmy con su batalla está muy cerca, igual que Marne, con todas sus resonancias bélicas. En Charleville nace Rimbaud, y puedes visitar el museo. En Compiègne está el bosque donde se firma el armisticio que pone fin a la Primera Guerra Mundial, y en su magnífico castillo veraneaban los tres últimos reyes, además del emperador Napoleón. En Epernay encontramos un pequeño museo, el Villa Piquart, con una estupenda colección de objetos de las dos guerras mundiales, y entre Noyon y Soissons está el museo Franco-Americano, sito en el chàteau de Blérancourt. Y es un no acabar…
Entro por tercera o cuarta vez en la Catedral. Enciendo siempre velas, porque, como decía el escritor Lawrence Durrell, no presentar tus respetos a los dioses del lugar es un suicidio. Paseo bajo los arcos, me deslumbro con las vidrieras, incluso me quedo a una misa. Salgo y la rodeo, veo el conjunto de contrafuertes y arbotantes, estudio sus gárgolas y sus santos, algunos descabezados. Lleva aquí 800 años, y si la fe es capaz de levantar estos homenajes, considero que, aunque sea por unos momentos, vale la pena tener un poco.
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