Siempre relaciono a Camus con el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La primera vez que lo visité fue siendo un chaval, con mis padres, y en aquella época estaba devorando 'El hombre rebelde' (sigue siendo uno de mis libros preferidos). Tras décadas ... sin volver, visité hace poco El Escorial. El aire era gélido, con uno de esos cielos prístinos de Madrid. El edificio rotundo, poderosísimo; el número de ventanas, infinito, como uno de esos cuentos metafísicos de Borges. Robert Graves habla de que la realeza se funda en la conciencia de la realeza, y entre estas piedras dicha conciencia da de sobra para un epónimo, tipo kafkiano o augusto. Es algo así como la voluntad de Pedro el Grande de fundar San Petersburgo en un pantano, o levantar el Empire State en 13 meses. Esa fue la potencia de Felipe II. Y hoy, que la admiración se ha quedado anticuada, y somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por lo bajo, lo mejor es que nos demos un paseo por estos lares.
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Rodeé el edificio. Entré. Recuperé las sensaciones que tuve de chaval. Se dice que fue construido para taponar una de las entradas del infierno, así que, a juzgar por la energía telúrica que me rodea, a lo mejor. La espectacular basílica (que yo recordaba más pequeña), los claustros y salas capitulares, con sus espléndidos frescos, todo apunta a un Juan de Herrera en su mejor momento. En la Sala de los Secretos, el arquitecto logra que dos personas colocadas en ángulos opuestos puedan conversar casi susurrando, mientras que los que están en medio de la sala no puedan oír nada. Recorriendo las entrañas del monasterio, ya contaba con el Panteón de Reyes, pero sigue impresionando saber que allí se encuentran los protagonistas de nuestra historia, los Carlos, los Felipes, los Fernandos, los Alfonsos. Por supuesto, también estaba el Felón («marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional...», decía el impresentable), y sigue dando mal rollo. Juan Carlos y su hijo también acabarán aquí. Todo esto dota al lugar de una potencia muy especial.
Me llevé varias sorpresas durante la visita. Una de ellas, encontrarme con la tumba de Juan de Austria: no sabía que estuviese allí. Toqué el mármol, me quedé un buen rato, dejando que me impregnase un poco la gloria. Yo es que soy fetichista, y un poco mitómano. Tampoco esperaba el Panteón de Infantes (la memoria es selectiva, olvidadiza), con bebés enterrados en enormes tartas de mármol, adolescentes que no llegaron a su primer bigote o menstruación. Un poco macabro, sí que es. Mi paso por la Real Biblioteca (que recordaba más grande) me concedió un milagrito: allí estaba expuesta 'Relación de Tlaxcala', una de las crónicas (anónima) que yo utilicé durante la documentación de mi novela 'Coronado'. Tuve la misma emoción que cuando vi el original de la 'Historia verdadera de la conquista de la Nueva España', de Bernal Díaz del Castillo, en la Biblioteca Nacional. Siempre hay un vértigo, un estremecimiento histórico, el cruce de 'océanos de tiempo'.
Felipe II se rodeó de arte erótico, de libros mágicos, muchos de ellos prohibidos por la Inquisición, y que tienen el lomo vuelto, para que no pudiera leerse el título. Felipe II dormía con momias de diferentes santos, así como con reliquias religiosas (llegó a tener más de 7.000), por su firme creencia de que le ayudarían con las muchas dolencias que le acosaban. Felipe II controlaba desde esta nave de piedra un imperio como la humanidad no había conocido, con todos sus logros y todas sus injusticias. Y pienso en un autor que debe de estar enterrado entre los miles de libros, Salustio, que escribe: «No cabe duda de que la Fortuna es la señora de todo cuando contempla, una criatura caprichosa que escoge difundir la fama de un hombre mientras deja la de otro en la oscuridad, sin ningún respeto por la importancia de los logros de cada uno de ellos». Y así es. Y el Escorial continúa con sus portentos: cuando llego a la Sala de Batallas, me quedo boquiabierto. Apenas recordaba la galería, decorada con densísimas pinturas, escenas y más escenas bélicas: la batalla de Higueruela (1431), la batalla de San Quintín (1557), la campaña de anexión de Portugal (1580). Y me queda el palacio de los Austrias, y el de los Borbones...
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La visita me llevó unas tres horas; terminas agotado, pero de buen humor, feliz, porque sabes que has ganado el día. Me senté en una terraza y contemplé la perspectiva de leviatán del edificio. Me acordé de Madame de Staël, la primera vez que vio la ciudad del zar Pedro: «San Petersburgo, ¡qué haces aquí!». Y es la impresión que tienes, un edificio extraviado, extraordinario, excesivo. La última vez que nos vimos, yo era un chaval, otra persona en muchos aspectos, aunque la misma en otros. En cualquier caso, estaba formándome (sigo haciéndolo), y coincidió la visita a estas piedras magníficas con la lectura de uno de los quince o veinte libros que me cambiaron la vida: 'El hombre rebelde', de Albert Camus. Era una edición de bolsillo, y mis ojos pasaban de sus páginas al edificio y vuelta a los párrafos. Estos días se ha publicado la correspondencia de Camus con María Casares, y hubo cierta polémica porque el intercambio epistolar mostraba a un Camus muy humano, con sus miserias, su vanidad y sus rijosidades. Bueno, no sé qué esperaban: no es un santo. Lo importante es su pensamiento, el mismo que metía su hoja en mi cabeza y abría la tierra y depositaba en ella semillas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada tiene importancia»; «nuestros criminales ya no son aquellos jovenzuelos desarmados que invocaban la excusa del amor. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para transformar a los criminales en jueces»; «no es noble la rebelión por sí misma, sino por lo que exige». Todo esto germinó a su tiempo, y si no me hizo un hombre mejor, al menos me hizo tener la misma perspectiva asombrada de la Staël.
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