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Permitirá el querido lector que me reconozca el mérito de haber adelantado el fallo de la sentencia del caso Álvarez Cascos una semana antes de ... producirse. No era difícil como explicaré a continuación. Pero antes quiero hacer una pequeña disquisición sobre la lealtad, término que, para mí, tuvo una influencia decisiva en este proceso. Los romanos honraron siempre la lealtad, la fides, a la que rindieron culto como diosa. El símbolo de la fides era el choque de la mano derecha mediante el que se cierra o santifica una alianza. La versión subjetiva de la fides fue la bona fides, la buena fe, la lealtad, la fidelidad. El diccionario la define como «la guarda a alguien o algo de la debida fidelidad». Lealtad, fidelidad, amistad, son figuras conexas entre sí. Un colaborador leal, o en su caso, un amigo debe mostrarse como tal en los momentos difíciles, en las situaciones adversas, ante las dificultades.
¿La lealtad puede justificar la mentira? ¿Cuántos de los testigos que declararon en el juicio de Álvarez Cascos habían chocado su mano derecha? ¿Cuántos sellaron la bona fides? En fin, son preguntas que deben responder los interesados, pero hay algunos que evidenciaron una lealtad total, lo que no supone poner en tela de juicio su declaración, en absoluto, se ciñeron a la verdad ofreciendo la versión amiga de los hechos. Porque hay varias maneras de describir los acontecimientos. Con la verdad sin estridencias y sin comentarios que perjudiquen, que es un modo de practicar la lealtad, o dando la versión negativa de los hechos con clara intención de dañar.
No voy a personificar la pertenencia a ambos bandos, que sean los interesados los que se ubiquen. Pero sí voy a destacar a tres personajes –porque los conozco y sé de su bonhomía, señorío y extraordinarias virtudes–: Pelayo Roces, Isidro Martínez Oblanca y Pedro Leal. Mi más sincero reconocimiento, mi más efusiva felicitación, mi más leal enhorabuena. La sociedad debe rendir pleitesía a personajes como vosotros.
Por lo que se refiere a la sentencia, no resultó excesivamente complicado anticipar su contenido. Bastó calibrar la profesionalidad del presidente del Tribunal, su coherencia y rigor a la hora de conducir las sesiones, para concluir que no se trataba de alguien fácilmente influenciable por el eco mediático del proceso. Y ese aspecto revestía una importancia singular. Este dato unido al desarrollo de la prueba testifical claramente dividida con versiones contradictorias sobre hechos similares, apuntaba a que el sacrosanto principio 'in dubio pro reo' planeaba sobre la sala e, inexorablemente, en el peor de los casos, resultaría de aplicación obligada, como anticipé y así fue.
La lectura de la sentencia resulta placentera, no sé si porque dice lo que yo barruntaba y quería que dijera o porque esta preñada de lógica, de sensatez, de dominio del derecho, de razonabilidad. Sentencias como está hacen recuperar la fe en la justicia, en la amistad y en la lealtad.
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