Nada de política. Pas de politique, como diría un franchute. Al menos para dar un respiro al corrector de textos. Les quiero hablar de la historia de un valiente, o así es como lo nombraban sus compañeros en aquella fábrica que pasó a mejor vida ... o se diluyó en otras que también están amenazadas de muerte; pero aquí ya vuelve uno a tropezarse con la política. El caso es que a aquel hombre, un tanto esmirriado y con un traje de faena intocable para las aguas de lavar, sus compañeros lo apodaban 'el valiente'. Jardón, el jefe del taller, nunca entendió aquel apodo para un sujeto que si en algo destacaba era por su indolencia, acentuada por las borracheras, resacas y moratones de algún trompazo. Valiente, ¿de qué? Ni siquiera se le suponía el valor, como rezaba en las antiguas cartillas de la mili. El jefe suyo consideraba que aquel individuo, como algunos otros, maltratados involuntariamente por la vida y voluntariamente por sí mismos, estaban allí porque tenían que estar, y el despido no formaba parte del vocabulario de la empresa. Lo sancionaban, eso sí, por llegar tarde al trabajo o por no presentarse sin previo aviso. Incluso el jefe susodicho tenía la deferencia, cuando veía que la mollera del 'valiente' estaba apagada por la cogorza del día anterior, de esconderlo en un rincón para hacer que hacía sin hacer nada. -Fíjate en este aparato y toca el timbre si ves que sube el mercurio, le dijo el jefe. -¿Quién es el mercurio, un ingeniero nuevo?, preguntó el 'valiente'.

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De vez en cuando el 'valiente' programaba sus ingestas alcohólicas. O sea, así como en el taller había que presupuestar los gastos de mantenimiento e imprevistos, el 'valiente' pedía permiso para faltar tal día al trabajo porque la víspera iba a beber más de la cuenta. El motivo, decía, era que su hijo se iba a marchar a hacer la mili y él tenía que ahogar las penas con unas copas de más. Este hijo se lo iban a devolver seguramente como al primogénito, que retornó a casa diciendo que la tierra se movía; y, bueno, todo el mundo tiene derecho a emborracharse de vez en cuando, pero, además, que era redonda. ¡Qué cosas les metían en la cabeza!

Jardón, el jefe, tropezó un día por casualidad al 'valiente' y a su señora camino de alguna parte. Iban voceándose. Comprendió entonces, por qué los compañeros le habían puesto semejante apodo: observando a aquella mujer por delante y por detrás, hacía falta tener mucho valor para acostarse con ella.

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