Pues sí. Hablo español, con Ñ, y algún otro idioma. Entiendo el asturiano, porque nací en Asturias, aunque no lo practico –cosas de mamá– y entiendo perfectamente el catalán, porque es una lengua que te viene de regalo si dominas el francés y ... el español y si te esfuerzas, un rato, por entender a los independentistas. He desistido de tal cosa. Lo que no hablo es el perfecto castellano. Escucho a un coautor de investigación, un catedrático de Valladolid, y luego trato de oírme a mí misma, y no hablamos la misma lengua, de la misma forma. Nos entendemos con ella, pero no es la misma. Ese perfecto castellano de Pucela tampoco se habla en Bilbao, donde no distinguen cuándo se debe utilizar el subjuntivo o el condicional. Ni en Oviedo, porque en nuestra vetusta ciudad seguimos sin saber cuándo usar correctamente el pretérito perfecto. No digamos ya en la villa de Xixón, ¡qué ye oh!, y en el sur de España, pues… La próxima vez que visite la bellísima Alhambra, compraré la entrada por internet. Sigo sin saber lo que me dijo la mujer que me vendió las entradas hace años.
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Y es que el castellano, a diferencia del euskera, el gallego, el catalán o el valenciano, ha trascendido a su propio territorio. Ha salido de sus fronteras, por razones históricas que estoy segura de que tienen que ver más con Isabel que con Fernando (intuición de mujer), y hoy es la lengua que hablan 580 millones de personas en el mundo. En Lima o en Barcelona no se habla el castellano de un catedrático de Valladolid. Se habla ese español, con 'Ñ', manchado y no pasa nada, con el acento y la melodía que le imprime su territorio. Y eso es grande y es para sentirse orgullosos, no para avergonzarse de ello. Es la consecuencia histórica de que en este país un día se hizo algo grande y hermoso, bajo el reinado de un tal Carlos, que de tan grande no solo fue rey sino emperador. Y nuestra maravillosa lengua española se habla en distintos continentes. Y fue así, por evolución natural al descubrir otro mundo.
Otros sí lo forzaron y lo planearon, y siendo geográficamente pequeños, porque no son más que una isla con la mente grande, que se llamó a sí misma 'la Gran Bretaña', se empeñaron en que su lengua se convirtiese en la lengua franca del mundo. Y lo lograron. Y henos aquí pagando clases y exámenes de Cambridge a nuestros hijos, y los que serán los hijos de nuestros hijos. Y no van a pedir perdón por ello, ni apocarla, ni creen que peligre, aunque nos hayan hecho 'Brexit'. Una herida que a mí aún me duele. El coronavirus pasará, Dios y vacuna mediante, pero esa herida británica permanecerá. ¿Qué pensarán los herederos de los piratas de la Pérfida Albión que abordaban nuestros barcos y nos expoliaban la riqueza traída de las Américas? Pues que los españoles nos hemos hecho más tontos con el tiempo. En los años del gran Carlos I de España y V de Alemania todavía tenían que hacer algo para acabar con nuestras riquezas: debían gastar en barcos o perder vidas humanas para imponerse. Ahora ya no. Lo hacemos nosotros solitos: expoliamos nuestra propia riqueza lingüística.
Las sucesivas leyes de educación en este país desde la LOECE de 1980-85, del ministro José Manuel Otero, de UCD, hasta la actual 'ley Celaá, oblonga ella, y que han sido siete, no han hecho más que empeorar los resultados de nuestros estudiantes, a quienes saca los colores el informe PISA. Llegan cada vez menos preparados a la Universidad en materias básicas como las matemáticas y, ahora, en virtud –vicio– de esta ley, ya no enseñarán español a quien no quiera aprenderlo. ¿Para qué? El Estado ese ente al que así denominan vascos o catalanes cuando hablan entre ellos de cualquier cosa, pongamos de fútbol, y no mencionan a España no vaya a ser que pronunciar la 'Ñ' de España les provoque urticaria; de esa 'golfa' España que según unos les roba y según otros les da más de la cuenta, pero lo justo, por razones históricas. Una ley que es moneda de cambio de unos presupuestos necesarios. Pedro Sánchez imitando a Felipe González o Aznar y él obtiene lo que quiere: seguir en Moncloa, y el castellano solo para los de Castilla, ¿verdad? Pues no. Ya es demasiado tarde. Por mucho que se empeñen los nacionalismos varios de esta piel de toro en acabar con el español, ya es demasiado tarde. Si prefieren ignorarlo y hablar solo euskera, o catalán, pues ellos se lo pierden. Agur. Adeu. Pero creo que, esta vez, hasta ellos mismos se dan cuentan de que hay pérdidas en la vida que no son asumibles. Y saben que se arrepentirían de por vida. Hasta ellos se percatan de que esta nueva ley educativa no merece tal nombre porque es, sencillamente, una soberana burrada.
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Susana Álvarez Otero es Profesora titular de Economía Financiera de la Universidad de Oviedo
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