El pasado día treinta se conmemoró el aniversario -cuarenta y seis años- del final de la guerra de Vietnam. Lo recordé una vez más esa noche -y que el lector perdone este recurso propio-, angustiado por la pesadilla que desde entonces me atormenta cada treinta ... de abril, después de ver en las televisiones las imágenes de aquellas últimas horas que me tocó vivir en persona. Enseguida me desperté sobresaltado y desde ese momento la cabeza no dejó de darme vueltas.

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Unas horas de insomnio dan mucho tiempo para recordar y pensar. Volver a repetir aquella experiencia, aunque sea ya sobre una cómoda almohada, nunca es agradable. Yo no viví la dramática guerra civil española, pero después de sufrir tan de cerca aquella tan lejana me imagino muy bien que a muchos compatriotas todavía no se les haya olvidado nuestra dura experiencia. Aseguran los expertos que si todas las guerras son malas, las civiles, entre conciudadanos, siempre duelen más.

Pasando la vista por nuestra situación actual, es fácil concluir que estamos de nuevo sufriendo una guerra, distinta, sin cañonazos, pero perturbando el sueño y nuestras suertes. Atemorizados igualmente ante el riesgo de caer en manos de ese enemigo casi invisible, que con la alevosía de la sorpresa nos empezó a atacar cuando menos nos lo imaginábamos: asaltó nuestra salud, se llevó por delante varios millones y ha dejado a la humanidad plagada de mutilados.

La pandemia que nos amenaza y nos coarta la libertad es una realidad más de las variantes que una guerra puede tener. Hay una que no cambia: siempre hay un enemigo al que atacar y mata siempre que puede. En esta circunstancia, tiene una característica universal que nos iguala a todos frente al peligro. No cuenta con bandos para poder negociar en busca de un alto el fuego o, cuando menos, una tregua. Llevamos año y medio de conflicto con el bien odiado coronavirus que se resiste a darse por vencido.

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No valen las palabras y solo queda el recurso de las vacunas que los científicos han conseguido crear. Es el arma defensiva al que no debemos renunciar, por muchas voces negacionistas que interpreten la pandemia desde alguna forma de pensar que no cuadra con el estado de peligro al que estamos sometidos. El virus no ceja, muta de mil formas en cada lugar para sobrevivir y continuar matando.

Las víctimas son lo primero en el recuerdo que nos perseguirá para siempre, pero aún nos quedan el miedo comprensible a que nos ataque en su derrota, los daños causados en la economía y en el estado del bienestar, por no hablar de las secuelas que ha dejado a muchos que sufrieron la enfermedad y tuvieron la suerte de superarla, pero con la desgracia de heredar secuelas físicas y psíquicas. Igual que en las guerras convencionales, también están quedando mutilados y enfermos crónicos.

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