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Si este que escribe perteneciera a la 'caverna mediática', denunciaría, como un acoso directo a la familia, el furibundo ataque a los cuñados con dinero público. Esa figura tan latina, experta en arruinar bodas, comuniones y Navidades. Reservorio de caspa y picores, almacén de lugares ... comunes y trasmisor de chismes. No cabe duda de que eliminar esos seres tan molestos sería un alivio, el problema es que, para ellos, anclados en un glorioso pasado hegemónico, los equivocados somos nosotros. Helen Luke, en su libro 'La vía de la mujer, el despertar del eterno femenino', afirma que «el verdadero sufrimiento pertenece a la inocencia, no a la culpabilidad», o lo que es igual, los mensajes destinados a los infractores solo calan en los ingenuos y a los canallas les resbalan. Para Luke, la conciencia no es el descubrimiento de algo nuevo sino el doloroso regreso a lo que siempre ha sido. Las tinieblas no pueden ser abolidas por ley. La noche es siempre más oscura cuando está a punto de amanecer, solo hay que hacer lo que se debe y tener paciencia. El problema es que a nadie le gusta esperar. Lo queremos todo ya y, sin embargo, aguantamos mansamente las listas de espera de la sanidad pública como quién olvidó el paraguas y se resguarda hasta que escampe. Las campañas de concienciación son como reñir a los alumnos que asisten a clase por culpa de los que nunca van. El adanismo de cierta izquierda tiene algo de gerontofobia, de negación de la experiencia como fuente de conocimiento. Las consignas tribales y la anulación del debate producen conformismo, y pobre del que se mezcle en ciertas huestes con la camiseta del equipo contrario. En el mejor de los casos intentarán fulminarle sin piedad y en el peor será simplemente ignorado, con el mismo desdén con el que los descreídos pasamos de largo ante las demostraciones de fe ajenas. Como dice la filósofa Roxana Kreimer, otra lúcida piedra en el zapato del feminismo oficial, «la verdad no es sexista, si queremos cambiar el mundo, primero debemos comprenderlo».
No nos gusta la vida que tenemos y necesitamos culpables, aunque para eso tengamos que saquear las hemerotecas buscando las pruebas del delito, con la osadía de quién se cree puro en un mundo corrompido. Cancelamos a quienes hacen espectáculo con nuestras peores taras como sociedad, mientras importamos lacras ajenas con naturalidad multicultural. Si vemos violencia en todas partes, la palabra pierde su valor. Cuando denominamos violencia simbólica a toda acción que nos desagrade no estamos defendiéndonos del mal, iniciamos un ataque preventivo que, en su afán por deslegitimar la desigualdad, se carga a la vez la libertad de expresión y la presunción de inocencia.
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