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Aparecen síntomas en el mercado de trabajo que podrían apuntar a un cambio notable en las relaciones laborales, pero también, y sobre todo, a un cambio el concepto moral del trabajo y de su relación con el ocio.
Sorprende, primero, la 'gran renuncia'. A comienzos ... de este año, unos 12 millones de estadounidenses habían renunciado a trabajar. Suponen el 7% del total. Mayormente, personas entre los 18 y los 40 años ('millenials' y generación Z) ocupados en sectores de mediana y baja cualificación. El fenómeno no es ajeno a Europa: en el Reino Unido alcanza al 5% de la mano de obra: algo menos en Francia, Países Bajos o España. Es muy probable que, en Asturias, las noticias sobre la escasez de mano de obra (1% del total) mayormente en empleos poco cualificados, sea trasunto de esa dimisión.
Las causas no están claras, pero algunas investigaciones apuntan a la escasa calidad de esos trabajos, temporales y percibidos como duros y mal pagados. Complementariamente, las prestaciones sociales se han ampliado generosamente durante la pandemia y la crisis posterior, compensando sin esfuerzo la carencia de un salario magro.
No es un fenómeno novedoso: en los Estados Unidos, las renuncias, a menor escala, eran habituales en tiempos de prosperidad. Y en el septentrión europeo, la renuncia parcial -trabajar menos horas a cambio de más tiempo libre- era moneda común. Pero, por lo general, en trabajos cualificados ocupados sobre todo por mujeres. Asistíamos también, entre la juventud, a la rotura de la tradicional secuencia de etapas vitales -estudio-trabajo-familia- sustituida por su entrelazamiento en una transición hacia lo que, hasta ahora, se consideraba vida adulta.
Pero lo que quizá esté cambiando es la consideración moral del trabajo y, sobre todo, del tiempo libre y de la relación entre ambos. Posiblemente ese cambio no sea generalizado, pero sí, aún a falta de trabajos detallados, significativo. El trabajo siempre constituyó una dimensión esencial de la vida humana. Algo esencial para sobrevivir, si bien frecuentemente ingrato. Pero era apreciado como una de las claves para el progreso personal y comunitario. Y la recompensa por el trabajo bien hecho era un salario, pero también ocio en el que disfrutarlo, bien tras el trabajo, bien en el descanso, dominical primero y finisemanal después. En 1968, los Boomers tomaron las calles de medio mundo denunciando las costumbres burguesas-capitalistas. La consecuencia fue la relajación de algunas costumbres, pero también una relación más vocacional con el trabajo. Pero tras el hundimiento de las izquierdas hacia 1980, quedaron, por un lado, un 'progresismo' crecientemente sentimental, desideologizado, devenido en 'chulísimo' y, de otro, un nihilismo individualista, hedonista, capitalista, que necesita amortizar enormes hipotecas a cuenta de horas y horas de trabajo y buenas inversiones.
Las generaciones del milenio llevan quince años conviviendo con crisis sucesivas, que atribuyen a esos subproductos sesentayochistas, abrazados por buena parte de sus padres y abuelos. Y creen que su fracaso genera derechos compensatorios. Además, les hemos proporcionado un marco mental casi apocalíptico, reforzado por unas redes sociales incapaces de constituirse en fuente de cualquier discurso complejo, coherente. A corto plazo, las crisis económicas, azuzadas además por la pandemia, primero y una guerra de imprevisibles consecuencias, después, cercenan cualquier aspiración razonable en el medio plazo. A largo plazo, el calentamiento global supondrá poco menos que vivir, literalmente, en un infierno. No hay futuro.
La paradoja es que, al contrario de lo sucedido en los sesenta -ctitud de cambiar las cosas apoyada en discursos potentes- la tendencia actual es la contraria: renunciar. Renunciar a la política, al pensamiento, al trabajo, a la familia. Renunciar, en suma, al futuro. A un proyecto personal. A ser. Porque la actitud es, más bien, la de estar. Y estar en una especie de resignación fatalista, que parece pragmática, pero es casi cínica. «Estudiar ¿para qué?». El trabajo deja de ser algo obligado, más o menos vocacional, para percibirse como mera servidumbre, que no es clave para forjar un proyecto de vida (en su sentido tradicional) al que se ha renunciado. Y donde el elemento central, quizá por influencia de unas redes sociales que constituyen el leit-motiv vital, es el ocio, situado, si acaso, al mismo nivel que el estudio o el trabajo. Desaparece, por supuesto, cualquier relación comunitaria del trabajo: el individuo o, a lo sumo, el grupo, se anteponen a la sociedad.
Por si fuera poco, son actitudes promovidas, quizá involuntariamente, desde lo social e institucional. Las justificamos por lo duro de los tiempos que les ha tocado vivir. Cuestionando valores que se motejan de 'sistémicos' como el esfuerzo, o actitudes como la curiosidad o la creatividad. Cuestionando la meritocracia, por deficiente que sea, sin proponer alternativas. Proponiendo semanas laborales de cuatro días sin merma salarial. Confundiendo derechos sociales con formas de vida. Facilitando, desde la academia, el aprobado, que empieza a ser considerado casi un derecho, como el consiguiente acceso a la universidad, cuyos informes oficiales hacen saltar ya la alarma, y donde, parafraseando a nuestro rector, la excelencia en el output es lastrada por la deficiencia desmotivada -y tal vez engañada- del input que accede a los campus.
El problema se agrava al enfrentar esa relajación de valores y actitudes con la estructura económica, muy especialmente en España y Asturias. Casi quebrada, pródiga en empleos poco productivos, con un mercado laboral que, pese a las tendencias desglobalizadoras, sigue sujeto a competencia y división global del trabajo. Más aún cuando en otros países y culturas no se abdica de esos valores y actitudes: basta mirar las ratios de graduados y salarios de los asiáticos, muy superiores a las medias, en sociedades multiculturales como la de EE UU. Y en un mundo en transformación, en el que disponer de potentes herramientas de análisis -intelectuales y digitales- será capital para desenvolverse entre las élites mundiales.
Como apuntaba, quizá asistamos a un fenómeno que no es general, aunque sí significativo. Pero el resultado de tan baja exigencia personal e institucional es la frustración, primero ante el suspenso y luego ante un mercado laboral extraordinariamente complejo, en el que la competencia es feroz y, además, internacional. Supone también un problema para la atracción de empresas, que invierten donde hay talento. Y generará nuevas brechas sociales entre aquellos que puedan acceder a trabajos más productivos y flexibles, incluso con jornadas de cuatro días y aquellos que apenas podrán acceder a trabajos de escasa cualificación o muy competidos, intensivos en horas de trabajo.
Wallerstein afirma que las dos grandes revoluciones contemporáneas fueron las de 1848 y 1968, quizá por ser más morales que políticas. Probablemente asistamos a una revolución moral del trabajo. Pero es una revolución que para muchos chocará, especialmente en España, con la realidad de nuestra estructura económica y un entorno internacional emergente que mira en otra dirección, generando una frustración que quizá debilite aún más nuestras frágiles sociedades occidentales.
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