No es tarea fácil hacer frente a un país dispuesto a tirar a su población al mar, niños incluidos, como estrategia de política exterior. Es lo que tiene el particular 'sistema constitucional' que gobierna Marruecos, donde se vota, pero a veces, aunque nadie parezca ordenar ... nada, se actúa con la ceguera que exige la tiranía. La política internacional no solo tolera este régimen, también lo ampara, porque esta monarquía arbitraria guarda la frontera sur de Europa, sirve de bastión contra el terrorismo islámico y mantiene millonarios acuerdos comerciales con Europa y Estados Unidos. España no es una excepción a esta tolerancia y en aras de la buena vecindad ha atemperado su histórico papel de árbitro en el conflicto del Sáhara para contentar a su vecino, que regularmente enarbola su reivindicación sobre Ceuta y Melilla, afloja la vigilancia de la valla y pone la mano. Marruecos no es ningún misterio diplomático, repite sus jugadas, aunque cada vez con más fuerza cuanto más necesaria es su ayuda para Bruselas o Washington.
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Con estas cartas, le guste o no, tiene que jugar España. Otra cosa es que aceptemos sus reglas. Peor aún, que nuestros políticos, en lugar de defender los intereses españoles, acaben por hacer exactamente lo que el régimen alauí espera de ellos: demostrar su incapacidad. En una democracia que pretende serlo, la discrepancia pública es necesaria, pero la ocultación es inadmisible. El Gobierno sabía que el delicado hilo de las relaciones con Marruecos estaba a punto de romperse y no dijo nada hasta que una marea de jóvenes lanzados al agua llegó a Ceuta. La primera comparecencia ministerial para explicarlo redefinió el esperpento. Y el principal partido de la oposición, que se reunió con varios prebostes de la política marroquí seis días antes de la crisis, también prefirió callarse. Ambos fueron tan torpes como para no ver lo que se venía encima o quizás demasiado egoístas. En todo caso, una chapuza política que alienta los discursos sobre su incompetencia y las proclamas de quienes en lugar de una crisis humanitaria ven la oportunidad de pescar votos, aunque sea en el mar de la tragedia. Tan triste como insultar a Luna Reyes por abrazar a un inmigrante que pedía socorro tras jugarse la vida. Entre tanta mezquindad, ella, como Juan Francisco Valle, el guardia civil que se lanzó al agua para salvar a un bebé, nos recordaron que la geopolítica de la que hablamos son personas que mueren en el mar, algunas con sus hijos atados a su cuerpo.
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