Mientras arrasa en nuestras pantallas la onda expansiva del vodevil que, con epicentro en Murcia, ocupa a nuestra clase política, España soslaya los problemas de fondo. Algunos con potencial suficiente como para provocar seísmos de elevada magnitud en la escala Ritcher social.

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Uno de ... ellos es el generacional, jóvenes contra 'boomers'. Años atrás, cuando aún nos sacudían los coletazos de la crisis de 2007, se publicó 'Generación Tapón': los nacidos entre 1943 y 1963, sostenía, acaparaban las ocupaciones más prestigiosas, taponando el acceso a los que, por entonces, iniciaban su andadura profesional. El diagnóstico reflejaba el sentir de una generación que veía cómo la crisis truncaba su proyecto vital.

La recuperación económica relegó 'Generación Tapón' a los anaqueles polvorientos de libros olvidados. Pero la sindemia, que tanto ha afectado a la juventud, justo cuando levantaba cabeza tras la crisis, viendo cómo muchos proyectos vitales se iban al garete, lo desempolvó. Y muy recientemente dio pie a algunos titulares, cuando las conmemoraciones del 23-F desvelaron a algunos jóvenes periodistas la edad de los colegas que protagonizaron aquellos días: aquellos Cebrián, Ramírez, García o Castedo, no mucho más jóvenes que algunos de los políticos de aquella época: el Rey, González o funcionarios como el decisivo Laína.

Sin embargo, en estos tiempos contradictorios, hay síntomas que apuntarían en la dirección contraria. Algunas empresas prescinden de miles de sus empleados, comunicándoles, extraoficialmente y de forma verbal, que no quieren trabajadores mayores de 50 años, si bien la regla no se aplica a sus altos directivos. Pero aquí son los 'boomers' los penalizados. Y no es un caso aislado. Cualquiera sabe, además, que pocas empresas contratarán a un cincuentón caído. Preferirán siempre a un joven 'dinámico y preparado'. Y si cobra poco, mejor.

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Si miramos a los medios de comunicación, comprobamos que, en efecto, algunos de los que contaron el 23-F siguen aún en el machito. Pero no es menos cierto que están al frente, por lo general, de los viejos dinosaurios del papel. Sin embargo, algunos de los periodistas más influyentes de la actualidad –Escolar, Pardo, Pastor–, ahora en la cuarentena, andaban por los 30 cuando asumieron altas responsabilidades. Sucede lo mismo con nuestra clase política: con la marcha del señor Rajoy, es el presidente del Gobierno el decano de la política nacional. Al menos, hasta que se cumplan los destinos anunciados para la señora Díaz. La clase política ha rejuvenecido, y es posible, incluso que, en promedio sea más joven que el conjunto de los españoles.

Podríamos hablar de la clase empresarial, con un Ibex-35 no precisamente juvenil. Pero recordemos que en 1981 muchos de los 'Siete grandes' de la banca eran unos carcamales. Y que algunas de las grandes empresas estaban presididas por nacidos en los albores del siglo XX: los Oriol o el, en sus últimos años, mediático Aguirregonzalo. Ahora, además, son numerosos los jóvenes que al frente de startups lideran el frente de las nuevas tecnologías y empresas de servicios, rejuveneciendo el tejido empresarial patrio.

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A simple vista, los síntomas son contradictorios. Pero sí, a pesar de la escasa continuidad de las series estadísticas españolas, echamos un vistazo a los datos, observamos que las grandes tendencias apuntan claro. Si en 1960 eran unos 250.000 los titulados universitarios en España, en la actualidad la cifra se ha multiplicado casi por 30, hasta el entorno de los siete millones en edad de trabajar. Sin embargo, las ocupaciones que, en teoría, podrían requerir titulación universitaria, como directivos, altos cargos, profesionales, científicos… apenas se han multiplicado por 20, pasando de los 250.000 en 1960 a algo más de cinco millones en 2020.

A primera vista, todo apunta a que han crecido mucho más rápido los titulados universitarios que las ocupaciones que, a priori, están destinados a alcanzar. Lo más interesante es que, hasta comienzos de los años 90, la evolución del número de unos y otras fue más o menos pareja. Pero desde entonces las universidades expiden muchos más títulos de los que el mercado de ocupaciones de alto nivel socioeconómico es capaz de absorber. Y ello a pesar de que este tipo de trabajos ha crecido más que nunca, ganando participación en el conjunto del mercado laboral español. El resultado es más de un millón de parados universitarios, casi otro tanto de subempleados y eso que algunos denominan 'ninis', personas que, por los motivos que sean, ni estudian ni trabajan.

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Pero además, se observa, en efecto, un tapón en el mercado laboral. Desde comienzos de este siglo, los españoles de entre 25 y 35 años, que no habían dejado de ganar participación en el mercado de ocupaciones de alto nivel socioeconómico, tienden a perderla, pasando del ser el 38% en 1991 a un 25% en 2011. Y no se explica solo por la demografía. No disponemos de datos actualizados, pero es casi seguro que las crisis sucesivas hayan estrechado aún más la base de la pirámide laboral. A cambio, los grupos de edad más elevada, en especial el de 45-55 años, pasan a ser el grupo mayoritario.

Todo apunta, en fin, a que no asistimos a una conspiración 'boomer' para ocupar los mejores empleos –o no solo–, sino a un mercado laboral que, pese al crecimiento de las últimas décadas, no es capaz de absorber la avalancha de titulados universitarios. Y que los desequilibrios en el mercado laboral permiten pagar poco, rotar empleados sin muchos miramientos o destinarles a puestos para los que están sobrecualificados. Algo que los 'caros' ocupados mayores de 50 pagan también, al ser sustituidos por esta mano de obra cualificada y barata.

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Quizá sea España, además, uno de los países donde estos desequilibrios son mayores, con un porcentaje de jóvenes con títulos 'largos' que supera la media de la UE y una oferta de empleos cualificados inferior a la de la Unión. Resultado: el 90% de los universitarios franceses o alemanes trabajan pocos años después de egresar. En España no llegan al 70%.

Habrá que corregir esos desequilibrios. Impulsando la creación de empleos cualificados, claro, pero quizá también siendo más selectivos con la oferta de titulados universitarios, mejorando la relación de la universidad con los empleadores. Y hacerlo sin que las barreras económicas impidan el acceso a alumnos de talento. Potenciar y prestigiar ciclos cortos de tercer grado, la FP (dual, por favor) y los empleos a los que están destinados. Lo que no podemos hacer es favorecer falsas expectativas sobre un título universitario. Porque generan frustraciones que, como el tapón de una botella de cava al descorcharse, tienen el potencial de desencadenar problemas imprevisibles.

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