Si será antiguo el asunto, que ya Horacio hace muchísimos años acuñó lo que luego sería repetido por los siglos de los siglos como otros latinajos. Lo de 'beatus ille' viene formulándose de forma sistemática en cada una de las generaciones que abominan de la ... vida esa de prisas, ruidos, y todo lo malo achacable a las ciudades. Feliz aquel que abandona el tráfago insoportable de la urbe y se refugia en el campo, en su placidez, en su sencillez.

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Hay una verdad incontestable: la naturaleza humana supone una permanente insatisfacción con aquello que se tiene y una añoranza de lo que resulta más difícil de conseguir. Cuanto más inalcanzable sea, más intenso es el deseo. Y esto vale para casi todo: quien tiene el pelo con rizos suspira por el pelo liso, quien está soltero querría tener a alguien a su lado, y quien está casado, en fin... Todo esto, que no dice mucho de la inteligencia emocional de los humanos, llevó a que durante décadas se produjera un éxodo imparable hacia poblaciones en las que las posibilidades de trabajo resultaban más atractivas que el campo, sin descansos, al albur de las condiciones meteorológicas y siempre muy mal remunerado. La ventana para asomarse al recreo en los días de estrés, de malestar y de agobio laboral es inevitablemente el 'beatus ille', retirarse al campo, cultivar un idílico huerto, hacer mermeladas, no mirar el reloj, respirar aire puro, sentirse a salvo de los ruidos. Algunos hasta consiguen hacerse con una casita en un pueblo; otros emprenden la tarea agotadora de restaurar una casa familiar en estado de ruina. Todo sea por la añorada paz.

No saben, o saben poco, quienes practican la añoranza como solución a sus pesares urbanos, que el deseo suele disfrazar las expectativas. Que la idealización que nos sirve para huir de esa reunión insoportable, de esos semáforos conjurados para demorarnos, de los expedientes que se amontonan, resulta estar tan alejada de la realidad que luego todo es decepción.

Y no saben, porque conocen los pueblos solo por fotos o porque alguna vez pasaron por allí, que esa bucólica estampa es solo eso: estampa. Que cuando llueve hay barro, que las noches son oscuras, que huele a cucho, que la cobertura del móvil o de internet va a pedales en muchos casos, que si se va la luz la reparación es más lenta, que los gallos tienen la mala costumbre de cantar antes de que amanezca, que cuando los perros aúllan, uno no puede evitar el respingo de las viejas leyendas que contaban que cuando eso sucede alguien va a morir, que a veces es cierto lo de pueblo pequeño, infierno grande.

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Y que las vacas mugen. Y cuando a una ternera la arrancas de su madre, su lamento de ausencia y de dolor a quienes de verdad aman la vida en el campo les conmueve. Y a los que no entienden nada y siguen creyendo que el campo está muy bien para hacer barbacoas los fines de semana hasta las tantas, les molesta. Y denuncian.

Lo que ya no tiene pase es que alguien en su sano juicio considere esa denuncia, la admita a trámite, en lugar de darle una buena colleja al denunciante y animarlo cariñosamente a que se vuelva a su hábitat natural, la ciudad.

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