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Reconozco que no es el mejor momento para recordar preocupaciones. Estamos disfrutando los momentos del verano y el panorama que se vislumbra para el regreso de las vacaciones se compensa con la experiencia, de la esperanza que nunca se pierde, de que todo se acabará ... arreglando. El ser humano tiene mucha capacidad para crearse problemas para luego mal que bien resolverlos. No tengo dudas de que todo se irá superando como mejor se pueda y la suerte acompañe.
Pero dicho todo esto, hay que reconocer que el panorama que tenemos por delante ante los tiempos venideros es complicado y más bien duro. La sociedad mundial se enfrenta con una crisis muy grave, incluida la amenaza de guerra. Bien mirado, todo empieza con el reto del cambio climático que ya estamos padeciendo. Es una realidad tangible, de solución difícil, con la dificultad añadida que muchos todavía se niegan a aceptar.
Todavía no nos hemos librado de una pandemia completamente imprevisible y terrible y todavía estamos enfrentando las consecuencias, físicas primero -desde la cifra milenaria de muertes y de quienes padecen lesiones incurables- y las económicas después. Los endeudamientos, las crisis empresariales y la inflación disparatada que estamos enfrentando son algunos anticipos de otras situaciones que nos amenazan.
La desigualdad social no es algo nuevo, pero se está acentuando, en buena medida como consecuencia del crecimiento galopante de las nuevas tecnologías que cada vez concentran más la riqueza en manos de unos pocos, al mismo tiempo que se multiplica la pobreza tanto de las personas como de los países cada vez más incapaces de hacerle frente y de encontrar salidas a sus endeudamientos y coberturas de las perspectivas de salir adelante.
Una de las salidas de estas desigualdades colectivas es el recurso a la emigración que implica para unos la esperanza de la incertidumbre y para otros las dificultades y resistencias para la absorción de los que llegan desde otras culturas y la incapacidad para integrarlos con trabajos dignos y medios materiales de enfrentar indigencia. Los países más desarrollados se resisten al peso social que crea la presión migratoria , pero no ven forma de evitarlo.
Y lo peor es la convicción de que se trata de una amenaza que irá en aumento mientras no se reduzcan las diferencias que los niveles de vida va creando el propio desarrollo económico de unos frente a la falta de perspectivas de los demás. La sociedad enriquecida no se convence de que la emigración no será evitable con vallas ni mayores fuerzas policiales en las fronteras. Sólo tomándose en serio la necesidad de que los subdesarrollados se incorporen con urgencia al crecimiento que otros están multiplicando se podrá paliar la presión migratoria que va en aumento.
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