![El fuego de los dioses lo apaga el tiempo líquido](https://s1.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202012/23/media/cortadas/tribuna-fuego-U120950965806UeF-U13027653157v6D-1248x770@El%20Comercio-ElComercio.jpg)
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Parece que la humanidad nació con nosotros. Es una creencia habitual. Los mapas antiguos ponían el 'omphalon', el ombligo del mundo, en su propio lugar. Luego nos fuimos haciendo conscientes de su diversidad y complejidad. No es fácil soportar el autoconocimiento. Algunos creen ... que Prometeo les hizo una putada, pues preferirían vivir sedados, autoengañados, felizmente enajenados. Y de ello se aprovechan los que pueden, los poderosos, que por algo lo son. Tan habitual como lo anterior es la convivencia con la calamidad y la muerte, sin la cual no se explica la vida, y es precisamente el fuego sagrado de la libertad, de la responsabilidad de cada uno sobre la consecuencia de sus acciones lo que nos hace seres dignos y no un rebaño.
La epidemia es una enfermedad que por ser universal es pandemia. Pero eso no nos habla de su gravedad. Esta inflamación ataca de manera muy cobarde. Penetra en los fuertes, a los que apenas si conmueve, pero los utiliza como vectores para tumbar a los que tienen dolencias y, especialmente, se ceba en los mayores. Vivimos en una gran sociedad que nos protege y hace que la vida se alargue por encima de los ochenta años. Luego, la incontenible usura del tiempo acaba con nosotros. Es un final que la humanidad nunca antes conoció. Enhorabuena.
En esta sociedad protocolarizada los mayores son tratados como corresponde a la convención, y en unas partes mejor y en otras peor son acogidos/recogidos en centros donde la conciencia familiar se aquieta y el estado del bienestar encuentra acreditación. Es aquí donde la enfermedad hinca el diente. Ya lo hizo en la primera oleada. Y, curiosamente, sigue haciéndolo ahora. Debemos extraer conclusiones.
Aunque casi nos hemos olvidado, en España hubo desde residencias en las que los enfermos no se hospitalizaron hasta otras que se medicalizaron, quizás por temor al colapso que podría provocar en el sistema sanitario una enfermedad desconocida. Ahora sí se hace. Es justo. La medicina es capaz de mantener con vida al doliente, aunque sea en una agonía inconsciente, a cambio precisa del servicio de sabios facultativos y de la utilización de complejos equipos. Pero si se amplía el tiempo de ocupación y el aporte de enfermos procedente del frente sigue fluyendo, acaba por colapsar el sistema que, en cualquier caso, se desordena a no ser que se segmente.
Antes de que oficialmente estallara la guerra, Alemania identificó el lugar donde se iba a producir una de sus más importantes batallas, las residencias de ancianos, que se hicieron estancas; luego no bajó la guardia, pues cuando la epidemia retrocedió los hijos que visitaban a sus madres lo hacían recubiertos con un traje como el que vestían los héroes de Fukushima. También reflexionaron sobre las macro-geriátricos, y pensaron que quizás fuera mejor segmentar la atención a 'la tercera edad' en niveles, pues hay ciudadanos mayores que solo necesitan de la socialización dinámica, que se podría prestar en el centro de la ciudad, en un lugar amable y paseable, con apartamentos muy pequeños, pero individuales, y una cantina común en un edificio atendido por un recepcionista permanente. Para los ancianos que se valen, esto vale. Otros necesitarán otras atenciones.
Gastar dinero en ellos es justo y, al final, eficaz. La guerra se libra en un frente muy extenso, en medio de Europa . En todas partes hay escaramuzas, pero los cañonazos suenan en lugares concretos. La batalla se da en brotes que estallan en geriátricos. Ahí es donde hay que gastar la pólvora. Ahí se libra la batalla más sangrienta contra el virus. En otras partes se juegan otras. También hay víctimas del fuego amigo, que como daños colaterales son abatidas por la miseria.
El pequeño comercio, la pequeña industria, es el 95% de la actividad empresarial española. Poco tienen que ver con las empresas del Ibex, ni mucho menos con las corporaciones globales. Esto es el pueblo emprendedor que sirve por su cuenta. Otros lo hacen por cuenta del Estado. Ambos garantizan el estado de bienestar y nuestra peculiar civilización. Dan forma y vida a las ciudades y a los pueblos. Son lo público. Todos. Sin ellos esto sería más triste , menos confortable, menos seguro. Aunque estén 'on line', su ventaja comparativa es la proximidad . Si se la quitan acaban con ellos. Lo que quiere decir que acabamos con nuestro mundo ciudadano. Con su servicio hacen el espacio público y facilitan la vida. Así contribuyen al saber estar europeo, el nuestro. Por eso, deben abrir. No pueden ser consolados con subvenciones como compensaciones al cierre; eso, de llegar, es un alivio momentáneo y un fiasco al final, para ellos y para todos, pues su destino es permanecer abiertos y protegidos del riesgo previsible. Más que subvenciones necesitan ampliar sus capacidades para convivir con la calamidad. Con ellos, la sociedad está erguida. En un tiempo líquido como el que vivimos, donde nada está claro y poderosas fuerzas controlan enormes mercados, el mundo de la vida sigue enraizado en el lugar que, además, es la pequeña parcela del trato comercial cotidiano, que, sin embargo, agregada a miles constituye el competidor que algunos actores globales aspiran a desplazar.
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