Los días de retiro que se tomó nuestro presidente del Gobierno concluyeron con una epifanía. Se le reveló con diáfana claridad que el problema más grave al que se enfrenta España es a la omnipresencia del fango en la política. Volver a dignificar la vida ... pública era la tarea apremiante. Escasos días antes de las elecciones europeas, tras la decisión del juez competente de citar como investigada a su mujer, el presidente nos escribe una nueva carta a los españoles, donde insiste en el argumento del fango. Intentaré a continuación delinear algo así como una teoría al respecto; un intento de explicar por qué la política, no sólo en España, se encuentra cada vez más degradada.
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El inconveniente de las metáforas –la del fango en este caso– es que nos señalan una realidad, sin delimitar bien los contornos. Pero, para aclararnos, de cara a una breve teoría del fango, quizá podemos convenir que la política se enfanga cuando los actores políticos buscan por encima de cualquier otra cosa la desacreditación del adversario político. En fin, creo que podemos hablar de fango cuando la confrontación política versa más sobre las personas que sobre sus realizaciones y prioriza la deslegitimación moral o política del adversario. Por supuesto que la política ha de tener mecanismos para combatir la corrupción y que, tanto la sociedad como los actores políticos han de ser implacables con ella, pero el objetivo del control político son las conductas, y sólo derivadamente sus protagonistas. La cualificación moral de los actores no debería ser materia de discusión política. 'Digno' o 'indigno' no deberían formar parte del léxico político.
Una causa relevante de la degradación de los usos políticos es, en mi opinión, la excesiva moralización de la vida política. En una política hiperpolarizada y emocional, la opinión política se desliza del juicio sobre las actuaciones políticas hacia otro, que pasa a centrarse en la solvencia moral de los actores políticos (partidos, representantes, afiliados, etcétera) a los que pasa a percibirse como la personificación del bien o del mal. Tal deslizamiento tiene un efecto perverso porque demoniza al adversario político y polariza más aún a los votantes. Por eso, conviene 'des-moralizar' la vida pública. 'Des-moralizar' la política no significa en absoluto desentendernos de su dimensión ética, que es su principal horizonte de valor, ni de sus exigencias de limpieza. Pero esto no nos obliga a juzgar moralmente a los actores políticos, a distribuirlos en ejes del bien o del mal, a considerarlos perversos o bondadosos.
La política real se asienta sobre algunas ficciones, tales como la existencia de un contrato social en la base de nuestra convivencia, la igual capacidad de todos para juzgar los asuntos públicos o incluso quizás la de que los cargos electos nos representan. Aunque todo esto no sea del todo cierto, hemos de darlo por tal. Quizá deberíamos añadir a esas ficciones la de que los representantes políticos y los partidos son moralmente solventes, si nos atenemos a su ejecutoria política. Es decir, el juego político requiere o resulta más higiénico si no dudamos ni de la moralidad ni de la recta intención de los adversarios, incluso cuando, a nuestros ojos, están infligiendo grandes males a la sociedad o sus modales resultan insoportables. Conviene instalarse en la ficción de la solvencia moral, porque, de lo contrario, nos arriesgamos a que nos resulte creíble cualquier relato que nos confirme la inmoralidad del adversario.
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No soy nada optimista sobre la posibilidad de que seamos capaces de superar la degradación en que se ha instalado la política. Una poderosa razón para no serlo deriva de que nuestras sociedades son enormemente puritanas; quizá conforme a un código ético, llamemos progresista, pero puritanas. Esto se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad que experimentamos de exhibir nuestra pureza moral. Un ejemplo reciente es la ruptura de relaciones de las universidades españolas con las israelíes. No niego la legitimidad de criticar la respuesta de Israel a los ataques de Hamás, lo que denuncio es que esa ruptura de convenios obedece exclusivamente a la necesidad puritana de demarcar absoluta y nítidamente la frontera entre el bien y el mal, para, de esta forma, mostrarnos a nosotros mismos inequívocamente de parte del bien.
En fin, una política menos degradada requiere ciudadanos menos puritanos y políticos menos proclives a fomentar marcos maniqueos de interpretación de los actores políticos, como lo es, por cierto, culpar a los demás de practicar una política de fango. Los proyectos y las realizaciones políticas resultan censurables y severamente rechazables por multitud de razones. Obsesionarnos con los personajes, al fin y a la postre, ensombrece las verdaderas razones para enfrentarse políticamente a los adversarios.
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