El Fondo Monetario Internacional (FMI) define la globalización como el fenómeno resultante de «la interdependencia económica creciente del conjunto de los países del mundo, provocada por el aumento del volumen y la variedad de las transacciones transfronterizas de bienes y servicios, así como de los ... flujos internacionales de capitales, al mismo tiempo que la difusión acelerada y generalizada de la tecnología». En otras palabras, la globalización es el nombre de la etapa actual del capitalismo, tras la caída de la URSS en los años 90 del siglo pasado. La globalización lo que ha generalizado es el modo de producción, pero no los beneficios de la misma, y está demostrando que no sirve como proyecto colectivo de convivencia. Es verdad que ya pasó el tiempo en el que la economía estaba marcada por la agricultura. Los de la industria casi han tocado a su fin en determinados países, y el modelo económico de la globalización no está orientado solo a la producción, sino, sobre todo, a la especulación, donde el ganador se lo lleva todo.

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La debacle de este modelo económico fallido lo estamos viviendo: inflación desbocada en los productos alimenticios, precios de los combustibles por las nubes, la hambruna que se prevé si no se desbloquea la salida del cereal ucraniano, etcétera. No puede ser viable un modelo económico en el que la industria se ubica en países donde los trabajadores tienen condiciones de trabajo precarias; donde la UE depende del gas ruso, porque no diversificaron los productores que podían abastecernos; donde Ucrania sea el granero del mundo; donde muchos países no tienen soberanía alimentaria porque la globalización, en su carrera por obtener el máximo beneficio, deslocaliza la producción de alimentos, produciendo a gran escala en los países del sur, en los que la legislación medioambiental es casi inexistente, y vende su mercancía en los países del norte a un precio competitivo, o produce en el norte, gracias a subvenciones agrarias, en manos de grandes empresas, y comercializa la mercancía subvencionada en la otra punta del planeta, vendiendo por debajo del precio de coste y haciendo la competencia al campesinado autóctono; donde durante la pandemia del Covid-19 no fuimos capaces de producir mascarillas, que solo fabricaba China; donde las políticas del Banco Mundial y el sistema de créditos al desarrollo del FMI no tienen en cuenta las condiciones sociales de los países a los que entregan los fondos y no exigen seguridad jurídica, no se persigue la corrupción y no se canalizan esos fondos hacia pequeñas y medianas empresas, que sería la forma en la que la globalización llegara a las poblaciones. Todo lo anterior es un testimonio de que la globalización económica no puede considerarse como la forma final de ordenación del planeta. Tenemos que ir más allá de un mercado globalizado y debemos aprender a mirar la tierra como una unidad, sí, pero desde otras perspectivas. La crisis, que ya está aquí otra vez, obliga a reconsiderar los resultados de este modelo económico que hace aguas, a pesar de la algarabía ideológica desplegada y la formidable escala en la que se ha implantado. El estado depresivo de la economía mundial se seguirá prolongando hasta que no cambiemos las reglas del juego y, al mismo tiempo, a los jugadores.

Tarde o temprano es inevitable un regreso al proteccionismo, empoderar el estado-nación, la regulación estatal y la soberanía alimentaria y energética. Los gobiernos democráticos no pueden observar impotentes cómo las empresas multinacionales cierran algunas de sus plantas de fabricación para trasladarlas a otros países, no porque tengan pérdidas sino porque no ganan lo que pueden ganar con mano de obra semiesclava. Señalaba Richard Rorty que «la realidad central de la globalización es que la situación económica de los ciudadanos de los estados-nación está hoy más allá del control de las leyes de esos estados. Actualmente existe una élite global que toma las grandes decisiones económicas y las toma de forma completamente independiente de los parlamentos y, por consiguiente, de la voluntad de los votantes de cualquier país». El mundo se ha equivocado de camino porque la globalización lo ha desorientado. Décadas de libre comercio frenético globalizado nos han conducido a este desastre económico y se ha convertido en el principal enemigo de los pueblos. Por eso, me pregunto si no habremos llegado al final de la globalización y tenemos que comenzar a combatir contra la economía del libre mercado y también contra la propiedad privada de los medios de producción. No podemos seguir viviendo en un mundo cuya consigna es el miedo, corroyendo la confianza en la que se basan las sociedades democráticas. La desglobalización y el decrecimiento ¿serán el camino?

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