Es posible que el fin del mundo sea uno y se produzca quién sabe cuándo. Pero lo que parece que es innegable es que el mundo se termina muchas más veces, al menos una vez por generación. Llega un momento en que todo empieza a ... caerse, como si emprendiera una loca carrera hacia ninguna parte que no sea abismo. Pensamos, qué ingenuos, que seguimos siendo los mismos, que el tiempo es inmóvil, pero un día sucede: un encuentro casual con alguien a quien no habíamos vuelto a ver desde que era un niño y se ha convertido en un señor mayor que no habrías reconocido de ninguna manera. Y entonces corremos hacia el espejo, para preguntarnos cómo nos habrá visto, pero es todo muy confuso. La percepción que tenemos de nosotros mismos se mantiene en un punto fijo de nuestra biografía y aunque las arrugas, las canas, los párpados caídos, son la evidencia de que hemos envejecido tanto como marca el calendario, por dentro nos sentimos casi igual, como si el tiempo se hubiera quedado anclado en un momento indeterminado, pero muy anterior, en todo caso, al que vivimos.
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A partir de ese momento todo parece conjurarse. Ya no es que seamos mayores, es que nuestro mundo se desmorona. Y un día tu dentista de siempre se ha jubilado, la tienda pequeñita donde comprabas tiene puesto un cartel de cierre, el oftalmólogo que se sabe la historia de tus ojos se ha muerto, el del taller te cuenta que la semana siguiente baja la persiana y se marcha al sur a disfrutar de sus últimos años, y un sentimiento de orfandad (otra más) termina por instalarse en la garganta.
Es cierto que el paso del tiempo y la inevitable llegada a esos años escurridizos que tienen tanto que ver con el prólogo de lo que será irremediable vejez, tienen otros indicios, otras certezas, otros avisos con carácter urgente. Pero no es menor esta sensación de derrumbe, de pérdida de referentes, de futuro menguante, de pasado creciente. Se nos muere Aute, se muere Milanés, se jubila Serrat y el canalla Sabina ha terminado abrazando la vida doméstica. Desaparecen los escritores que amamos, y comprobamos con horror que algunos de los que permanecen dan cumplida muestra de la decadencia. Los actores que fueron nuestros mitos de juventud se empeñan en mantenerse a base de bótox y cirugías y solo consiguen convertirse en caricaturas sin dignidad. Se nos hacen incomprensibles algunas tendencias, y por mucho que hayamos intentado mantenernos al día en asuntos tan cambiantes como la tecnología, empezamos a descubrir que no solo necesitamos gafas para ver el móvil, también nos falta agilidad mental para desenvolvernos con soltura con todas las aplicaciones.
El mundo no se acaba. Se acabará en algún momento, cierto, y méritos venimos haciendo para que así sea, pero el mundo sigue. Son nuestros mundos pequeños los que se cierran por derribo, los que fuimos construyendo en torno a nosotros, el escenario generacional en el que crecimos y creímos, las convicciones, los paisajes desvanecidos, las referencias, los sueños que han terminado por hacerse añicos, aunque los tuvimos por irrompibles.
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