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Seguimos sin mirar hacia arriba, como los incrédulos de la película. En realidad, ni hacia arriba, ni hacia los lados. Nuestra mirada permanece extática en nuestro propio ombligo, mientras tratamos de pasar de puntillas por todo aquello que nos huela a amenaza. Lejos de lo ... que pudimos creer en alguno de aquellos momentos de eufórico optimismo, me da a mí que esa es la gran enseñanza que hemos obtenido de esa experiencia insólita y colectiva que fue, y que aún es, la pandemia. Aprendimos que las cosas pueden pasar, que por poco probable que parezca algo, puede suceder, y que un desastre natural, una catástrofe climática, un virus asesino, y quién sabe si una invasión alienígena, ya no forman parte de la imaginería de la ciencia ficción y de las películas de serie B. Pero, curiosamente, esa evidencia no nos ha hecho seres más atentos, interesados, proactivos. Hay algo de resignación fatalista en lo que ha quedado de nosotros. Aprendimos que las cosas podían pasar y en lugar de mover el culo para evitarlo, es como si diéramos por hecho que, si pueden suceder, sucederán.
Nos hemos convertido en selectivos sordos ante determinados mensajes. Conozco a demasiada gente que confiesa que no está al tanto de las noticias, que ha decidido cambiar de cadena cuando empieza un telediario, que algo de Ucrania y Rusia, sí. Que lo mismo de siempre. Demasiadas personas que empezaron huyendo de las tertulias insoportables de enterados y cuñados televisivos y extendieron su hartazgo al resto de la información. Y la explicación es sencilla: de nada sirve saber qué peligros variados y terroríficos nos acechan, salvo para que el nivel de estupidez argumental y la crispación real o prefabricada te eleve la presión arterial.
Da igual que se trate de una tormenta solar, de un apagón eléctrico, de un ataque nuclear, de un huracán, de una invasión de especies destructoras o de cualquiera de las redivivas plagas de Egipto. Sucederá, y se nos han quitado las ganas de hacer nada para evitarlo o, simplemente, hemos aprendido que somos tan vulnerables, con lo listos que nos creíamos, que no hay fenómeno que no venga a mostrarnos la medida exacta de nuestra inutilidad.
Los más ricos, ellos sí, seguro que preparan bunkers y refugios antinucleares en sus casas. Los que pueden elegir tratan de buscar viviendas fuera de la inevitable subida que alcanzará el litoral marítimo. Los demás, como mucho, enhebran quejas acerca de lo caro que está todo, mientras revisan viejas recetas familiares de cocina de aprovechamiento y recuerdan a un abuelo que decía que era buenísimo ponerse papeles de periódico bajo la ropa para combatir el frío.
Seguro que es un mecanismo de defensa. No mirar a los ojos al desastre, como cuando de adolescentes evitábamos la mirada del profesor que podía sacarnos a la pizarra si se tropezaba con nuestros ojos. No saber, no pensar, no nombrar.
Así se nos ha ido el verano, en la inconsciencia que nos evitaba pensar que venían tiempos terribles. Y así parece que vamos a seguir: aferrados a lo próximo, en el desvelo por lo cercano, en el cuidado de la parcela diminuta de lo propio. Sin grandes declaraciones y sin alharacas. Y a lo mejor, si lo hacemos bien, si todos nos ocupamos del cachín que nos toca, quién sabe si no estaremos salvando el mundo.
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