La política española ha vuelto a demostrar esta semana que es un terreno muy embarrado y resbaladizo. El décimo aniversario del fin del terrorismo de ETA ha puesto de relieve una fuerte tensión del escenario político, a pesar de los acuerdos alcanzados entre PSOE y ... PP para la renovación del Tribunal Constitucional y la elección de Ángel Gabilondo como nuevo Defensor del Pueblo. La dispersa niebla del horizonte ha distorsionado en parte el alcance épico que encerraba el aniversario del término de la siniestra historia del terrorismo, que tanto dolor ha provocado en las últimas décadas en la sociedad española.
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Tras la declaración de EH Bildu y Sortu sobre el «dolor» de las víctimas de ETA que «nunca debió haberse producido», las palabras de Arnaldo Otegi en Eibar al vincular los presos con la negociación presupuestaria han puesto al descubierto que la estrategia de 'normalización' de la formación independentista sigue lejos de asumir que el terrorismo de ETA fue un proyecto político de imposición totalitaria al que su entorno dio cobertura durante años, y que negaba la pluralidad de la sociedad vasca. Que esa es la verdadera asignatura pendiente para construir el futuro desde bases sólidas.
La polémica ha dejado al aire las costuras de la legislatura de Sánchez en un flanco vulnerable. La cuestión de los presos. No es la primera vez que la izquierda abertzale descubre sus cartas reales, colocando en una posición comprometida a Sánchez. Los históricos abertzales Eugenio Etxebeste, Joxemari Olarra o Rafa Díez lo hicieron hace unos meses al responder a los mensajes de ELA contra la colaboración de la izquierda independentista con el Ejecutivo PSOE-Unidas Podemos. «ELA sabe que nuestra cobertura condicionada a este Gobierno tiene relación con el tema preso», señalaban en un artículo de opinión que provocó un considerable malestar en la dirección de Sortu. El líder de EH Bildu ha tropezado en la misma piedra en su intervención.
El ruido de la semana ha permitido visualizar otro frente y ha exhibido un desmarque del PNV que tiene un relevante alcance político porque revela la incómoda situación en la que encuentran los jeltzales pero, a la vez, también permite extraer otras claves. El Gobierno moduló, de hecho, su reacción inicial tras el movimiento de Otegi ante la posición del PNV y, en concreto, ante el registro utilizado por el lehendakari Iñigo Urkullu, que consideró que se trataba de un movimiento positivo pero claramente insuficiente y tampoco novedoso. Se parte de un análisis, y es que ni el Ejecutivo ni el PSOE pueden en este momento ir más lejos de lo que están defendiendo los jeltzales, que siguen siendo considerados como un socio estratégico para culminar con una relativa estabilidad la legislatura una vez se aprueben los Presupuestos Generales del Estado de 2022.
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La alianza con el PNV es un factor de estabilidad que, además, está bien visto en Bruselas y que permite compensar el escoramiento que quieren imprimir los socios de investidura anclados a la izquierda. La última tormenta en relación con la reforma laboral comienza a evidenciar, por otra parte, el temor que empiezan a sentir los socialistas con el perfil ascendente de Yolanda Díaz. Más de uno, en el seno del PSOE, echa en falta en estos momentos la inteligencia de Alfredo Pérez Rubalcaba para driblar en el juego.
Hay otra razón de peso en el PSOE a la hora de considerar que hay que ir de la mano del PNV y tiene que ver con el debate sobre el modelo territorial. En un momento en el que los socialistas quieren apaciguar el frente catalán de la mesa de diálogo, que han puesto límites al debate sobre el derecho de autodeterminación y que sienten un fuerte marcaje del PP en esta materia, en el Ejecutivo se admite que no hay que poner en riesgo de forma innecesaria una entente con el PNV que ha funcionado desde el comienzo de la autonomía vasca, más allá de las diferencias que mantienen los dos partidos históricos, los más antiguos y viejos conocidos en la política de Euskadi.
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La colaboración entre ambas formaciones constituye un gran activo político en los últimos años y ha logrado amainar en buena medida el debate de la confrontación identitaria, ha rebajado el frentismo, ha situado el apoyo al independentismo en Euskadi las cotas más bajas de su historia y permite situar la vía templada vasca, la que defiende Urkullu, como un referente a un sector creciente del soberanismo catalán que necesita reorientar su política hacia el pactismo. Todo eso también está en juego.
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