El pasado jueves, la Facultad de Derecho, el centro más antiguo de nuestra universidad, celebró, en un acertado acto con intervenciones 'online' de relevantes exalumnos, la concesión, el pasado 22 de noviembre, de la acreditación AUDIT por parte de la Agencia Nacional correspondiente -la ANECA-, ... cuyo rigor conozco por haber tenido en ella responsabilidades evaluadoras durante un buen número de años.
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Este reconocimiento, fruto de un largo trabajo capitaneado por el actual decano, profesor Fernández Teruelo, se concede a aquellos centros que cuentan con un certificado de la implantación del Sistema Interno de Garantía de Calidad (SIGC), de acuerdo con los criterios de un programa denominado, justamente, AUDIT, «que garantiza que el Sistema de Calidad de que dispone es excelente y cumple con los más altos estándares exigidos por la ANECA», según la información facilitada por la facultad, que resalta, con justicia, que esta distinción «hace posible una planificación a largo plazo, pues tiene la ventaja de que los títulos de la facultad ya no deberán ser acreditados periódicamente por la ANECA. Cualquier título, por el solo hecho de estar adscrito a nuestra facultad, está automáticamente acreditado». Ese es, posiblemente, el dato operativo más relevante para cuantos sabemos de las visitas periódicas de los miembros de paneles evaluadores para inquirir, con documentos y testimonios, el cumplimiento de diversos estándares de calidad en cada titulación de Grado o Máster.
Como miembro de la comunidad universitaria y como docente de la casa, lógicamente me alegro. Pero como asturiano, tanto o más, igual que lo hago cada vez que un equipo, departamento o centro de los campus de la región obtiene algún reconocimiento por méritos investigadores, docentes o meramente administrativos.
Nuestra universidad, como todas las comunidades pluricentenarias, ha tenido momentos de gloria, que están en los libros de Historia del tránsito entre los siglos XIX y XX y momentos dramáticos y de pobreza intelectual, como los acaecidos en la época del 'atroz desmoche', la expresión del converso Laín Entralgo, tomada por Jaume Claret para una obra sobre la universidad de la posguerra. Yo mismo y no digo quienes tienen algunos años más que yo, hemos conocido, junto a profesores ilusionados con sacar a la institución de la mediocridad, los rescoldos de esa universidad empobrecida, descapitalizada y sometida, como todo, a la ortodoxia del régimen dictatorial.
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Creo, a diferencia de los nacionalismos y localismos exacerbados, que solo reconocen trayectorias brillantes y heroicas, que nuestra universidad también debe ser crítica con algunos períodos, bastante prolongados, de su existencia. Y, lo que es más difícil, porque exige el ejercicio de autoridad, no ser condescendiente con lo que no funciona correctamente y con quienes, digámoslo claro, no se preocupan en dar la talla científica o ética, que por desgracia los hay.
Pero supongamos que todo es perfecto en la Universidad de Oviedo. Entonces, ¿por qué se da ese éxodo tan llamativo a otras universidades, no sólo privadas, de otras regiones? Ya he escrito más veces sobre esto y está claro que algo no casa. Se entiende que se busque una matrícula fuera de Asturias cuando aquí no hay la titulación adecuada o cuando, por numerus clausus, es imposible inscribirse en nuestros centros. Pero hay más razones, que ya desgrané no hace tanto en esta misma columna, que van desde el puro capricho a la más seria preocupación de encontrar una inmediata salida profesional. La casuística es larga y dolorosa para este Principado, en el que el pasado miércoles, los viajeros del tren Madrid-Gijón tuvieron que hacer dos trasbordos.
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Pero también, entre ese rosario de causas, está el que en la conciencia colectiva de no pocos grupos o en la percepción de progenitores y estudiantes, la cacareada calidad de algunos de nuestros estudios no es tal o es inferior -a veces solo por medios materiales- a la que ofrecen en los campus de otras latitudes y, por ello, merece la pena el esfuerzo económico de irse a residir a otro lugar -mayoritariamente Madrid-, y nada digo si es para cursar estudios en una universidad privada.
Que una universidad creada a mediados del siglo XVI y en funcionamiento desde 1608, con notables profesores e investigadores en el presente, incluso involucrada con el tejido empresarial y con las matrículas más austeras del país, en menos de dos décadas haya perdido la mitad de sus alumnos, merece una reflexión y un estudio muy profundo, que no digo que no se esté haciendo. Pero echar toda la culpa a la baja natalidad o males genéricos está claro que no es de recibo. Mucho me gustaría que uno de los premios próximos a recoger por las autoridades universitarias fuera por el logro de haber revertido esa situación.
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