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Sobrecogidos por las imágenes que llegan de Ucrania, como muchos ya lo estuvimos con conflictos anteriores, no queda más remedio que ratificar, por sabido que sea, que la especie humana no evoluciona en lo que a violencia y odio se refiere. Lo vemos, por desgracia, ... casi a diario, con los asesinatos de mujeres; lo percibimos en los movimientos terroristas y hasta en la inseguridad callejera, de la que no pocos jóvenes han salido malparados.
En su mayor dimensión, la bélica, vemos cómo el desiderátum de la paz no pasa de ser un bello propósito; pero, a la postre, una utopía. Nuestra Constitución, en el Preámbulo que redactó Tierno Galván, proclama la voluntad de la Nación de «colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz colaboración entre todos los pueblos de la Tierra», lo que equivaldría a neutralidad y mediación. Pero esa postura idílica es difícil de sostener cuando el planeta se divide, aceptadamente, en bloques, aliados -y por tanto contrarios- y tantas evidencias de animadversión latente o desencadenada. La propia Constitución española es bien ilustrativa al respecto, casi contradiciendo en su articulado el edificante propósito preambular: aparte de una mención a la paz social (artículo 10), la única referencia a este sustantivo tan noble está a propósito de las facultades del Rey con las Cortes para «declarar la guerra y hacer la paz» (artículo 63). En resumen, que el constituyente fue, aquí, realista y supo que seguiría habiendo guerras y que España podría verse implicada, voluntaria o forzosamente.
Desde tiempos remotos los pueblos se enfrentaron, fuera y dentro de su perímetro y siempre para lograr objetivos de conquista, rapiña, sumisión o, más modernamente, control de la economía o de la estrategia política de un área. Quienes nacimos en este país -o fuera por causas de exilio- sabemos de la guerra de nuestros padres o abuelos. Mi generación tuvo como referente de enfrentamiento militar la Guerra de Vietnam, que sacudió Asia y humilló a Estados Unidos, entre 1955 y 1975. Los llamados Acuerdos de paz de París, en 1973, fueron la constatación de una derrota, materializada poco después con la unificación en la República Socialista de Vietnam. En los años que llevamos de democracia, hemos contemplado guerras y guerrillas en Iberoamérica -no está de más recordar el episodio de las Malvinas-, África, Asia y la propia Europa, en la extinta Yugoslavia. Y también hemos visto el juego de alianzas, desencuentros y reencuentros. El tema de los talibanes en Afganistán sigue dando muchas lecciones éticas acerca de la desvergüenza e incoherencia del orden mundial y las grandes potencias.
No hay, por tanto -parodiando el título del filme de Mercero, basado en una obra de Delibes- una guerra de papá, sino guerras de todas las generaciones, aunque se quiera aminorar su carga dramática apelando a adjetivos como 'fría' que conocimos durante décadas y que es causa lejana de la actual invasión rusa.
Como profesional del ámbito jurídico, no puedo por menos que, cayendo conscientemente en el tópico, reconocer la manipulación y flagrante incumplimiento del Derecho internacional, lo que no es una novedad en el mundo al que me dedico: normas arbitrarias; actuaciones injustas de las Administraciones; burocracia disuasoria; desigualdad ante la Ley; sentencias sorprendentes...
Reconocida esta situación, en absoluto coyuntural, sólo cabe ir parcheando la desgracia de cada momento y lograr apagar lo que está en llamas; en este caso, Ucrania. Y ayudar a la paz y a la dignidad de los pueblos, sin perder la referencia -afortunadamente, en esto, sí hay rayos de esperanza en el ser humano- de la solidaridad con quienes se hallan en una situación dramática, con pérdida de vidas, salud y patrimonio. Deseo, con toda mi alma, que las bajas y las destrucciones cesen y que los huidos y refugiados puedan retornar a su país, con sus familias, sus menguados enseres... y sus animales de compañía, ya que hemos visto imágenes, también muy tristes pero aleccionadoras, de personas cruzando la frontera sin desprenderse de su perro o su gato. Por eso subrayo la contradicción de la especie de provocar sangre y devastación, a la par que se manifiestan escenas de solidaridad o de ternura. Y es que, quizá, sin caer en una división simplista, hay muchas buenas personas inofensivas y unos cuantos malvados con ambiciones y poderes casi omnímodos.
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