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Descubrí que existían comidas exóticas en la infancia, cuando era monaguillo. Al escuchar un paisaje evangélico sobre el Bautista me quedé pensando en que «llevaba Juan un vestido de pelos de camello, y un cinturón de cuero ceñía sus lomos, y se alimentaba de langostas ... y miel silvestre» (Marcos, 1,6). Para mi asombro, pronto me ratificaron que no se trataba de ninguna preparación del crustáceo marino –lo que no sería propio de aquella situación de mortificación en el desierto– sino de que las langostas eran los insectos que podía conseguir San Juan dadas las circunstancias. Con toda probabilidad se trataría de la langosta peregrina (Schistocerca cerca gregaria), una de las muchas especies que abundaban entonces por allí, aunque realmente es imposible saber qué tipo de ortóptero mereció la cita tan conocida, y que desató mi curiosidad por las comidas extrañas. Lo más parecido que luego me encontré por la vida fueron unos saltamontes que preparan en Colombia tostándolos durante diez minutos en horno fuerte, para aderezarlos con ajo, zumo de limón y sal. Así preparan una especie de taco, que comparte poco más que el nombre con el original mexicano, poniéndole además aguacate en pasta sobre los insectos.

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