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La repostería –uno de los grandes capítulos del quehacer gastronómico– es arte cuya trascendencia aparece principalmente en la glorificación de una de las partes del menú, el postre. A él le suceden el café, el tabaco (ahora proscrito) y los licores, que constituyen un delicioso ... broche digestivo a toda buena comida, una bruma poética que se alza para dar un toque de prolongación a nuestra felicidad. Dentro de ella, el postre adquiere una casi universal aceptación y tienta a los golosos de una manera específica que los moralistas de antaño llamaban pecaminosa. Sin embargo, siempre ha habido gente discrepante, aun dentro del ramo, y así el gastrónomo Grimod de la Reyniére, escribió que «los verdaderos 'gourmands' dan por terminada la comida antes del postre.
Sin embargo, los que lo reivindicamos miramos con simpatía aquellas épocas de abundancia barroca en que Ruiz de Alarcón decía: «Se sirvieron treinta y dos platos de cena sin contar los principios y los postres que casi otros tantos eran».
Anatole France afirmaba que las bellas artes eran cinco: «Pintura, escultura, poesía, música y arquitectura, cuya rama principal es la pastelería». Efectivamente, la pastelería tiene, como arte, un aspecto plástico indudable y por ello France pudo hacer tal afirmación. La verdad es que los pasteleros con su sutileza, delicada y compleja, hacen arquitecturas divinamente comestibles, como tenemos ocasión de comprobar en época de los bollos de Pascua. Aquí, en Asturias, hemos contemplado las esculturas que ha venido construyendo el maestro chocolatero Tino Helguera con su personal gusto. Su base está en el chocolate, crocantis y en la masa o pasta, materiales aptos para ser moldeados. Los pasteleros, además de las formas, saben también jugar con los colores. Un gran profesional de este arte fue Luis Fernández, pastelero español, verdadero arquitecto de lo dulce y virtuoso decorador que hoy ha quedado completamente olvidado.
Nacido en Madrid en 1848, Luis Fernández destacó muy pronto en su especialidad y realizó a los 22 años un pastel de dos metros de alto por metro y medio en cuadro, el cual contenía más de mil quinientas piezas. Lo dedicó a Alfonso XII, quién lo nombró decorador de la Real Casa. Murió solo y amargado, aunque hoy su sombra sigue guardando la fama baja la losa del sepulcro.
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