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En Gijón se registra un fenómeno demográfico común al resto de España, y es que su población está vieja. Según cifras publicadas en EL COMERCIO, un cuarto de su gente, unos 73.000 playos, tiene más de 65 años. Y de ellos, unos 24.000 ... son ochentones solitarios. Se ve que los jóvenes han ido a la emigración y han dejado la aldea sola. Así nos va a ir. Quienes, como decía Miguel de Cervantes poco antes de morir, tenemos «puesto ya el pie en el estribo», andamos con la garganta seca, porque aunque la vejez no sea una enfermedad, tiene todos sus síntomas. Lo menos que se puede decir de ella es que es un ladrón que roba con impunidad, violencia y sin permiso. Algunos aguantan su empuje, como Isabel II, 95, o Joe Biden, 79, pero lo normal es que te vaya despojando del oído necesitado de audífono, del ojo precisado de gafas para cerca y lejos, y del pelo de la antigua melena, ahora cana y rala. También te va arrebatando contemporáneos, amigos y familiares, que al marcharse al lado oscuro te aíslan y dejan entre tinieblas tu necesidad de calor, afecto y amores, algo que no se suple ni con perritos ni con gatitos. A la puñetera vejez nada le basta. También sustrae la libido, las dentaduras, y te inunda de artrosis, artritis, reumas y lumbalgias, cojeras y dolencias sobrevenidas. Malestares. Por someterte a una humillación sin fin, y para que vayas formándote una idea previa del irremediable ocaso, te obliga al bastón, al pañal de entrepierna, al salvaescaleras y a un menú de pastillas para que corrijas daños de anatomía y biología. Y así acabas convertido en un ser tan vulnerable como un niño, necesitado de ayuda y cuidados ajenos porque, y esa es otra, también roe la memoria, el entendimiento y la voluntad. Tanto, que al final no distingues la mano izquierda de la derecha. No es una enfermedad, no. Pero se le parece mucho.
Un caso reciente de sus malévolos métodos se ha dado en Arcediano, pueblín salmantino, sito en la comarca de La Armuña, que produce las lentejas más sabrosas del mundo. Dos hermanas gemelas llegan a los 78 años. Viven aisladas en la deplorable clausura de una casa sin luz, calefacción ni agua corriente, repleta de basura diogeneica. Una de ellas muere. Y la otra, ajena al cadáver, poseída por un declive mental patológico inherente a su provecta edad, llena la casa de crucifijos y estampitas para alejar al maligno que ha invadido su espacio. Y ese es un diáfano ejemplo de lo que espera a quienes tenemos ya un pie en el estribo. Es decir, a todos.
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