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Por si no bastara con la cascada de problemas que se nos van acumulando, el cálido verano sufrido en algunos países europeos sitúa al calentamiento global como problema en el imaginario popular. La preocupación medioambiental no es nueva, especialmente en regiones altamente contaminadas, como Asturias. ... Pero perceptivamente el calentamiento supone un cambio cualitativo. De un problema fácilmente identificable -humos, suciedad, residuos, vertidos …- y, por tanto, corregible (siquiera en teoría), pasamos a otro más difuso, caracterizado por la subida de las temperaturas derivada de las concentración de CO2, que genera emociones, como el miedo, que recuerdan a las producidas por la invisible radiación nuclear.
Paradójicamente, y a pesar de la preocupación por la contaminación y de conocer sus impactos sobre la salud, que es lo que más valoramos los españoles, las acciones concretas de los hogares y de la ciudadanía en general son limitadas. Lo obligatorio: uso de leds (que, además, rebajan la factura de la luz) y un menor uso de bolsas de plástico. Cuando se trata de algo preceptivo y sin compensación económica, las cosas cambian: basta comprobar la bajísima tasa de hogares que separan residuos.
Pero la amenaza invisible y gradual del calentamiento redobla la complejidad de lo ambiental. Ya no amenaza nuestra salud -que podíamos aliviar en un lugar no contaminado, o reduciendo humos-, sino, nos dicen, nuestra supervivencia como especie. Y es ahí cuando surge la emoción del miedo. Muchos jóvenes, socializados en los 'Fridays for Climate', dicen vivir angustiados ante un futuro sofocante. Pero ¿qué hacer para combatirlo? Porque, de acuerdo con las doctrinas más difundidas, el estilo de vida occidental es incompatible con el mantenimiento de niveles de CO2 soportables. Son dos las grandes corrientes sobre cómo abordar el calentamiento. La optimista, avalada por las élites, que asegura que basta con cambiar las fuentes energéticas hacia otras más limpias y eficientes. Lo que se da en llamar transición energética. Pero sus costes serán -empiezan a ser- enormes: además de crear nuevas e inquietantes dependencias geopolíticas, sectores laborales enteros son engullidos mientras aparecen otros, quizá menos intensivos en mano de obra y en otros lugares, al tiempo que suben, siquiera a la espera de tecnologías disruptivas, los costes de calentarse, moverse… Con el consiguiente incremento de la pobreza y de las brechas sociales. El enfoque pesimista aboga por el decrecimiento: consumir menos y más cercano, mercar menos… Con la consiguiente reducción del consumo energético, de la actividad económica en general y un empobrecimiento social generalizado. Al final, lo malo, lo peor o lo pésimo.
Buena parte de la ciudadanía es ajena a las complejas implicaciones, de profundo calado, de una transición energética que, en España, es eje de las políticas gubernamentales. Pero intuye que supondrá cambios radicales en nuestra forma de vida. La prudente alegría consumista de estos últimos meses estuvo marcada por esa sensación de que este cálido verano, aliñado con la guerra y los problemas postpandemia, era preámbulo de un otoño duro y, tal vez, del fin de una era de abundancia.
Cabalgamos contradicciones. Y, sobre todo entre, los grupos sociales ilustrados, de forma consciente, aunque con la carga de la culpa. De esa culpa que vuelve, tras años de inocencia, cuando pecamos contra los mandamientos de la sostenibilidad -y, ahora, de la geopolítica-, cada vez que cogemos el coche, usamos agua o encendemos la calefacción. Pero no es menos cierto que la gente no sabe qué debe ni qué puede hacer, sin alterar un estilo de vida al que se resiste a renunciar, para aliviar ese calentamiento al que se atribuye cualquier anomalía, desde el calor al frío, pasando por la extinción de especies o las migraciones. Por ello, y sobre todo en España, miramos al Gobierno (y a las empresas y élites en general, UE incluida). Y lo que percibimos es un batiburrillo de diagnósticos y anuncios contradictorios donde se alían lo ambiental y geopolítico, que retroalimentan las motivaciones de decretos atolondrados y mal redactados que son recurridos una y otra vez, obligando a su modificación, como el 'impuesto a las eléctricas'. O medidas aparentemente contradictorias, como esos topes en el precio del gas o los descuentos en la gasolina que inducen a consumir más gas y gasolina, mientras se nos exhorta a tomar un transporte público que, en general, no es alternativa al privado, tendiendo además a beneficiar a los hogares con mayores rentas y no a los más vulnerables. Por no hablar de la tentación de regular precios en productos básicos que, de no mediar compensaciones o una rebaja en los costes de producción, podrían devolvernos a los mercados negros de la Europa de postguerra. Mientras, nos resistimos al trabajo a distancia, que reduciría notablemente los costes asociados a la movilidad.
No hay un plan. Sólo una gestión caótica, recurriendo al decreto de medidas regresivas, que se suman a la incapacidad de nuestras administraciones públicas, primero temida, ahora verificada, para gestionar los denominados fondos Next Generation, el maná que iba a relanzar nuestra economía gracias, en buena medida, a esa transición ecológica. Y que, de no mediar un giro copernicano en su gestión, terminaremos por devolver a Bruselas, quizá para lucro de socios más espabilados que nosotros. A todo ello se suma la percepción de que el covid ha roto los frágiles equilibrios que sostenían al sistema nacional de salud o, en menor medida, al sistema de transporte público. Por si fuera poco, plataformas telemáticas o sistemas de cita previa poco amigables están rompiendo los vínculos entre administrados y administraciones, o entre unos bancos despersonalizados y una clientela que comienza a indignarse.
Por supuesto, vivimos una situación excepcional. Pero precisamente por ello, ante la zozobra, una ciudadanía estresada necesita realismo -solicitando incluso sacrificios-, anclajes, algunas certezas, esperanza. Liderazgo. Y lo único que se ofrece es improvisación, caos e inseguridad jurídica -ya sucedió durante la fase crítica de la pandemia-, que se multiplican al compás de las comparecencias públicas. En sociedades complejas, abiertas, en democracia, no pueden decretarse cambios súbitos, desconcertantes, en los estilos de vida, en las costumbres, en la cotidianeidad, en los horarios de trabajo, sin ofrecer más alternativa que la de sentirse culpable por contaminar o malgastar. La maraña de problemas acumulados -ambientales, geopolíticos, energéticos, de escasez, precios y tipos- está alimentando un estrés social que, pese a la predisposición ciudadana para sobrellevarlos -especialmente los atribuidos a la geopolítica-, los enemigos de la libertad y de Occidente intentan aprovechar para desestabilizar nuestras sociedades. Y los gobiernos no pueden acrecentar ese miedo, ese estrés ciudadano con cada decreto, en cada comparecencia parlamentaria o en cada representación con representantes poco representativos de la ciudadanía.
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