Borrar

Uno de mis dramaturgos preferidos, Eugene O'Neill, tenía todo el derecho del mundo a ser un pesimista. Su padre era un actor ambulante neurótico y tacaño. Su madre, delicada y morfinómana. Su único hermano murió alcoholizado a los 41 años, y el propio Eugene ... estuvo entre la vida y la muerte por una tuberculosis. Sorteando el castigo O'Neill desempeñó varios trabajos, pero ninguno lo marcó tanto como el tiempo que estuvo embarcado en aquellos buques que habían pasado de la vela al vapor. Los enrolados se insultaban entre ellos, llamándose puercos latinos, gorilas irlandeses, yanquis avaros o necios vikingos, para los que eran del norte de Europa. Uno de estos últimos, de nombre Olson, soñaba siempre con el retorno a su Noruega natal, con la fijación del fiordo donde tenía pensado comprarse una casita y observar el mar infinito fumándose su pipa; fuera de los agobios de aquel cascarón en el que navegaba de puerto en puerto, siempre con el fajo de billetes amarrado a su cuerpo y palpándolo al despertar para notarlo en su sitio. Todas las calamidades de la mar, mes a mes y año a año, viéndose por fin a la puerta de aquella casita, a ser posible en compañía de una mujer. El día soñado le llegó a Olson cuando el barco tocó el puerto de Oslo. Se despidió de los compañeros, con esa euforia del que llega a la meta, exhausto, pero al mismo tiempo feliz. Y caminó por las calles oscuras hasta la esquina donde le golpearon y robaron hasta dejarlo desnudo. Olson retornó al puerto, llorando y maldiciendo, para embarcarse de nuevo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcomercio Esperando el futuro