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La negociación de un nuevo acuerdo de libre comercio entre Reino Unido y la UE sería «la más sencilla de la Historia». Este fue el primer gran error de cálculo por parte británica desde que los 'Brexiters' cantaron victoria. El siguiente error lo cometió la sucesora de David Cameron, Theresa May, al anticipar la convocatoria de elecciones generales. May perdería su holgada mayoría parlamentaria, convirtiendo la negociación del acuerdo de salida de la UE en una auténtica pesadilla, no por los obstáculos planteados por el bloque comunitario, sino por la negativa a darle el visto bueno por parte de uno de los parlamentos más fragmentados de la historia. El desgaste fue tal que la aprobación de dicho acuerdo supuso la caída de May y la ascensión de Boris Johnson a la cabeza del Gobierno.
Al igual que May, la urgencia de Johnson por afianzar su posición política antes de negociar un acuerdo definitivo con la UE desembocó en una nueva convocatoria electoral. Los 'tories' lograban su mayor victoria desde 1987 y el líder laborista, Jeremy Corbyn, caía víctima de sus propias contradicciones respecto a Europa. Pero la cómoda mayoría parlamentaria lograda por Johnson no contribuiría a aclarar el futuro. Al contrario, la situación derivaría en continuas rebeliones contra el Gobierno por parte de su propia bancada y en un incesante chorreo de dimisiones entre los altos funcionarios del Foreign Office y del Ministerio de Comercio, cansados de batallar contra las indefendibles posiciones del Ejecutivo.
Entre esas posiciones imposibles destaca el portazo de los Estados Unidos e India al intento de acelerar la rúbrica de sendos acuerdos comerciales. En ambos casos la respuesta recibida fue que la prioridad para ambas potencias era cerrar acuerdos con Europa. La firma de un acuerdo con Nueva Zelanda fue el único hito durante unos meses de auténtico desconcierto, que pusieron al descubierto un nuevo y flagrante error de cálculo: Reino Unido no podría negociar su nueva relación con la UE usando como palanca sus nuevos acuerdos comerciales con terceras potencias. Al contrario, tal como advertían los funcionarios en Whitehall, ninguna gran potencia negociaría nada con Reino Unido hasta que este no definiera su nueva relación económica con Europa.
Lejos de escarmentar, y quizás alentados por su carácter conspirador, Boris Johnson, Michael Gove y el principal asesor del Gobierno e ideólogo del 'Brexit', Domini Cummings, decidieron entonces plantear la negociación con la UE como una guerra de desgaste. La premisa consistía en explotar los resquicios que provocarían los distintos puntos de vista de las 26 naciones del bloque y, especialmente, el supuesto conflicto de intereses entre una Francia díscola y una Alemania pragmática, interesada en mantener abiertos los puentes con Reino Unido, su principal cliente continental. Una vez más, el voluntarismo y la ensoñación propiciaron que Johnson y compañía malinterpretaran la doble naturaleza de la UE: gobernarla es un auténtico galimatías -ahí tenemos el culebrón de la negociación de la ayuda económica por la pandemia- pero no existe en el mundo una maquinaria tan perfecta cuando se trata de firmar acuerdos de libre comercio en condiciones favorables para el bloque. El culmen de la quijotada se produjo el fin de semana pasado, cuando Boris Jonhson intentó pasar por encima de la Comisión Europea y establecer un hilo directo con Macron y Merkel. Según la BBC, ambos mandatarios prescindieron de atender la llamada. Pocas horas después, Ursula Von der Leyen comparecía para informar que las negociaciones se extenderían más allá de la autoimpuesta fecha límite del 13 de diciembre.
Después de cuatro años y medio, dos elecciones generales, tres primeros ministros, dos líderes de la oposición y la caída del padre del invento -Dominic Cummings-, puede que este fin de semana conozcamos el desenlace del drama. En el mejor de los casos el Reino Unido habrá recuperado una buena parte de su soberanía efectiva al alto precio de renunciar a sentarse en igualdad de condiciones con sus principales socios estratégicos. En el peor, se convertirá en el único país desarrollado operando exclusivamente bajo el paraguas de la Organización Mundial del Comercio, un exotismo carísimo para la sexta economía del mundo. Pero también es cierto que, pase lo que pase, la puerta quedará abierta para que este país, capaz y orgulloso, establezca su propia estrategia comercial alrededor del mundo. Créanme si les digo que para la mayoría de los británicos esto ya supone un final feliz, con independencia de su posición respecto a Europa y de la cuantía de la factura.
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