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Uno tiene la sensación de que no se ha bajado de la ola desde que empezó esta pandemia. O sea, eso de que estamos acabando la segunda e igual tenemos una tercera, no me lo trago. Desde el 14 marzo, fecha de nuestro primer confinamiento, ... nos ha cambiado tanto la vida que nada es igual que antes. Incluso en el periodo estival, donde hubo más relajación, las cosas eran bien diferentes. ¿O acaso resultaba normal ir a la playa con mascarilla, controles de aforo y restricciones por doquier? ¿O acaso podíamos considerar la «nueva normalidad» como parte de nuestro futuro? Este coronavirus tiene un comportamiento muy extraño. Pensamos que es predecible, pero hace lo que le da la gana. Va y viene sin que sepamos muy bien el porqué. Eso sí, sus consecuencias económicas son funestas. Mientras la epidemia tenemos que vivirla a diario, la destrucción del tejido productivo a todos los niveles está aún por llegar. Será el año que viene cuando la suframos en todo su esplendor. No me extraña, claro, la desesperación de prácticamente la totalidad de los sectores. Especialmente, el hostelero al que esté nuevo parón de más de un mes le está matando. Para ellos, esto no ha sido una ola, sino un auténtico tsunami que les ha venido encima. Ojo, pero también al sector turístico, comercial, automovilístico, deportivo, cultural…

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