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Tal vez porque una vida no nos basta siempre andamos buscando la forma de prolongar nuestra presencia lo más posible. Los tres grandes y manidos objetivos (lo del hijo, el árbol, el libro) no dejan de ser una forma de intentar perpetuarnos, que algo de ... nosotros quede a este lado de la existencia cuando ya no estemos: nuestras palabras y nuestras ideas, nuestros genes, la memoria hecha tronco y hojas, sombra para ese futuro que ya no será nuestro.
Cuesta entender que el mundo seguirá siendo mundo aunque nosotros ya no estemos. Que seguirá habiendo periódicos que sigan contando lo que pasa, y que la tecnología avanzará tanto como ahora no podemos imaginar, y que florecerán cada final de invierno las mimosas y habrá lluvia y sol y vida sin nosotros. Por eso nos empeñamos en seguir estando. En vivir en el recuerdo, en dejar huella de la forma que sea. Permanecer.
Los que venimos de aquel tiempo en que hacerse fotografías tenía algo de pequeño lujo porque un carrete de treinta y seis fotos tenía que durar todas las vacaciones y a la hora de revelar todo era incógnita porque lo mismo no había ni media docena aprovechable, hemos encontrado en la fotografía digital esa especie de paraíso que nunca habíamos llegado a imaginar. Las carpetas de fotos de nuestro ordenador, y de la nube, tienen un número estratosférico de imágenes, de risas, de abrazos, de gestos, de paisajes, de miradas. Acostumbrados como estábamos a tener una fotografía o dos, con suerte, de los bisabuelos, nos conforta pensar que nuestros descendientes podrán vernos, podrán saber de nosotros: cómo sonreíamos, lo felices que éramos sobre una tabla de surf, de qué forma brindábamos, cómo compartíamos nuestro tiempo y nuestras risas. Esos miles de instantáneas en las que tratamos de atrapar un tiempo que será memoria para los nuestros, que será conocimiento para los que aún no están, todas esas imágenes que servirán para que alguien en algún lugar, quién sabe al borde de qué nuevos siglos, sepa que existimos, que tuvimos un nombre, unos rizos, unas manos, una sonrisa ancha, unas orejas de soplillo, un piercing en una ceja, un tatuaje en el hombro. A falta de ser los protagonistas de grandes gestas que se estudien en las clases de historia, o los autores de obras de arte memorables que colgarán en todos los museos o los firmantes de esos libros que el canon literario mantendrá a salvo, intentamos permanecer, que lo que fuimos no se diluya como el polvo en que nos habremos convertido.
Se nos olvida que la eternidad no existe, que todo desaparecerá. Que el planeta tiene no sé si los días, pero seguramente los siglos, contados. Y además, su vida, siempre será una minucia en comparación con el universo entero, y todo lo que ahora somos, toda nuestra historia, todo nuestro afán de trascendencia, incluyendo lo que nos parece inamovible, desaparecerá, será ceniza, minúsculos granos de tiempo desperdigados por el infinito y ni siquiera quedará la luz ilusoria de esas estrellas que ahora vemos y hace tanto tiempo dejaron de existir.
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