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Venturosamente, la educación se abre paso en debate público como uno de las claves de bóveda de las políticas públicas. También de nuestro sistema de bienestar, por su impacto en todas las dimensiones humanas: la profesional, la cívica y la privada. Primero, porque una buena ... formación es clave para la inserción profesional. Y para ello, esa formación ha de ser competitiva con la de otras naciones y continentes. Los capitales ya no acuden a invertir donde hay recursos naturales, sino donde hay o se atrae personal capacitado para desempeñar sus funciones de forma competitiva e innovadora; eso que llaman talento. Hablamos de sectores punteros e internacionalizados, siempre se puede competir por salario en sectores maduros. Segundo, porque el empleo explica más de la mitad de la inclusión social. Y una buena formación es capital -y cada vez, en mayor medida- para acceder a buenos trabajos. Por otra parte, disponer de una economía puntera, productiva, con buenos empleos, mejorará la base imponible que dotará de recursos las políticas inclusivas. Tercero, porque una buena educación para todos es una herramienta clave para tratar de corregir la reproducción social y cultural. O, lo que es lo mismo, para mejorar la movilidad social y que la posición que se ocupa en la estructura social de deba al mérito y no al origen familiar. Perfeccionar, en suma, la denostada meritocracia, pilar de las sociedades liberales -igualdad radical en derechos de todas las personas, también en sus oportunidades- de forma que se mejore esa ratio que, en España, se mantiene casi incólume desde hace 40 años: alcanzar un grado universitario es cuatro veces más difícil para un hijo de padres con estudios primarios que para otro de padres universitarios. Y que, aún con el grado bajo el brazo, los primeros alcancen peores trabajos, en promedio, que los segundos. Cuarto, una buena educación debe aspirar a formar buenos ciudadanos, en el sentido republicano clásico: capaces de participar en la vida pública con sentido crítico y, a la vez, constructivo y responsable, defendiendo tanto el interés general como las legítimas aspiraciones particulares. Y, quinto, colaborar con las familias para proporcionar una personalidad cabal, responsable, crítica, curiosa, creativa, conocedora de su entorno, capaz de aprender y adaptarse, de interesarse por las cosas y capaz de tomar decisiones, libre y autónomamente.
Pues bien, todo apunta a que nuestro sistema educativo no cumple adecuadamente ninguna de esas funciones. Estamos a la espera de los resultados PISA para 2022 -en Asturias ya se hicieron las pruebas correspondientes esta primavera- pero los resultados de ediciones anteriores, como los de otras evaluaciones, muestran un sistema mediocre en sus resultados, incapaz de competir en habilidades o conocimientos no ya con nuestros vecinos europeos, sino con los países del Oriente Lejano. Tampoco se observa una élite estudiantil tan nutrida y aventajada como la de esos países. Y lo peor es que no se aprecia una mejora en los resultados, como ocurre, por ejemplo, en Portugal, sino más bien un estancamiento. La brecha se ensancha cuando observamos el sistema universitario, con nuestras universidades sumergidas en el fondo de las clasificaciones. No parece, por tanto, que produzcamos bastante talento puntero.
Nuestro sistema está desequilibrado, generando tasas inaceptables de fracaso escolar, doble que la media de la UE, y la mitad de titulados medios. Es cierto que el fracaso escolar cayó a la mitad desde el escandaloso 35% de 2008. Pero la realidad es que un tercio de los jóvenes -25-34 años- no podrá aspirar a ocupaciones que no sean básicas, en un mercado laboral crecientemente exigente y competido. El resultado es un 20% de 'ninis', un desempleo juvenil récord en la Unión y una tasa de jóvenes pobres -cerca del 40% en Asturias- intolerable. Además, buena parte de esos desempleados, 'ninis' y jóvenes pobres provienen de familias humildes.
Pero lo alarmante es que la ultimísima ley educativa no hace, en su largo preámbulo, una sola referencia al mercado laboral o la competitividad, quizá por no ofender a los seguidores de la teoría de correspondencia, que ve a la escuela como perpetuadora del capitalismo. La educación aparece completamente desvinculada del mundo productivo, siendo como es, clave para asegurar el bienestar y la inclusión. Todo el énfasis se centra en la transmisión de los valores ecofeministas de la Agenda 2030 (y, en 2031 ¿qué?) y en la adquisición de unas nebulosas competencias clave, pero soslayando los objetivos de innovación, crecimiento económico y trabajo decente -verdaderos talones de Aquiles de nuestra economía y principal preocupación ciudadana- que propone la Agenda. De rondón, y casi como un añadido de última hora, se cuela la «memoria democrática» cuyo estudio, no se sabe por qué, hará de los estudiantes personas más libres y críticas.
En realidad, genera la sensación de ley desconectada de la sociedad que, en vez de abordar las carencias formativas de nuestro sistema y sus consecuencias, parece confundir la inclusión con facilitar la obtención de títulos académicos, que tan bien resulta en los anuarios estadísticos, en esa estela tan española y burocrática de dar más importancia al título que a su contenido real. Corremos el riesgo de otorgar títulos vacíos de contenido, más allá de su habilitación teórica para acceder a determinados trabajos, como si titular fuera más importante que aprender.
Naturalmente, la ley está lejos de concitar unanimidades. Los que puedan, seguirán abandonando el sistema público en favor del privado, más centrado en el futuro profesional del alumnado y quizá en valores más apegados a los buscados por algunas familias, consolidando la reproducción social y cultural pero también la polarización política.
El debate sigue demasiado centrado en las cifras de inversión. Todo apunta a que los rendimientos se estabilizan a partir de un determinado nivel de gasto y que incluso pueden mejorarse resultados con menos presupuesto. Pero creo que el meollo es otro: la conexión entre conocimientos y capacidades a enseñar y los requerimientos de las sociedades contemporáneas en las tres dimensiones humanas: la profesional, la cívica -más allá del burdo adoctrinamiento político- y la privada. Tampoco en seleccionar y formar, con exigencia, a un profesorado que debe ser consciente de su rol, clave para una socialización plena del alumnado y al que debe prestigiarse.
Tenemos un sistema desequilibrado y el resultado son unas estructuras económica y social desequilibradas, y una sociedad polarizada y desigual, con menor movilidad de la deseable. La educación ha de vincular formación y sistema productivo. Tratando que ambas avancen al unísono, al tiempo que la ciudadanía toma conciencia de sus derechos y sus obligaciones. Perseverar en la desvinculación entre la escuela y sociedad y sus preocupaciones nos llevará, posiblemente, a la paradoja de perpetuar, contrariamente a lo que se pretende, los desequilibrios, la exclusión y la reproducción social.
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