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La política española está sumergida desde hace años en un fango irrespirable en el que, en vez de sacar la cabeza, se ha ido hundiendo de forma paulatina al desoír los partidos las advertencias sobre una peligrosa deriva que ha llegado demasiado lejos. No ahora, ... sino mucho tiempo atrás. La polarización llevada al límite ha generado un tóxico frentismo guerracivilista asentado en una demonización del adversario que, una vez asumida, todo lo justifica para apartarlo del poder o impedir que acceda él. Una práctica extendida a todo el arco parlamentario, que ha alimentado una espiral de odio y que ha terminado por incluir a familiares de altos cargos en una batalla desplegada sobre un lodazal. La insólita reflexión anunciada por Pedro Sánchez sobre su eventual renuncia como presidente del Gobierno ante «los ataques sin precedentes» a su esposa se inscribe en ese contexto. No por ello deja de ser una decisión sorprendente que, aunque esté basada en factores personales que merecen el máximo respeto, tiene efectos sobre la vida institucional y el estado de ánimo del país que no pueden ser tratados con frivolidad.
La admisión a trámite en un juzgado de una denuncia del pseudosindicato de extrema derecha Manos Limpias contra Begoña Gómez por presunto tráfico de influencias y corrupción en los negocios por sus relaciones con empresas ha sido el detonante. Tales actividades, cuya idoneidad es discutible, parecen tener escaso recorrido penal. Es de entender la contrariedad de Sánchez ante lo que considera una operación de «acoso y derribo» para acabar con él mediante «bulos». Pero el trazo grueso con el que dibuja un país cuyos hilos mueven oscuros poderes «derechistas y ultraderechistas» –jueces, medios y oposición– que «no aceptan el veredicto de las urnas» y están en condiciones de poner contra las cuerdas incluso al jefe del Gobierno sugiere un pésimo diagnóstico sobre la calidad de nuestra democracia que flaco favor hace al prestigio de las instituciones y a la imagen exterior de España. Y que, pese a las imperfecciones del sistema, que es preciso corregir, no se corresponde con la realidad.
Es posible que Begoña Gómez haya sido víctima de excesos inaceptables. Es dudoso que de más y más graves que otras personas en una situación semejante. El intento «para hacerme desfallecer en lo político y en lo personal atacando a mi esposa» denunciado por Sánchez recuerda las palabras de Isabel Díaz Ayuso tras ser descubierto el abultado fraude fiscal de su pareja, que llegó a atribuir a una conspiración contra ella. La actitud del Gobierno en ese caso, incluida la filtración de datos confidenciales de un particular y su aprovechamiento de la insólita confirmación por la Fiscalía de negociaciones sin cerrar en las que un contribuyente asume delitos a cambio de eludir la cárcel, no casa en absoluto con el encendido discurso moralizante del presidente. Aunque la 'baronesa' del PP haya incurrido en groseras torpezas y clamorosas falsedades, impropias de sus responsabilidades.
Sánchez ha recibido una avalancha de muestras de solidaridad –las últimas, ayer en el comité federal del PSOE y en una masiva manifestación en Madrid– que le habrán reconfortado. Pronto se sabrá si hasta el punto de hacerle continuar en la Moncloa. En su carta se preguntaba si «merece la pena» hacerlo con el «acoso» del que se siente víctima. Merece la pena acabar de una vez con la pestilencia que envilece la política española, en la que se han traspasado demasiadas líneas rojas que nunca debieron superarse. Una tarea exigible a todos los partidos. Pero de ahí a hablar de que peligra la democracia media un abismo.
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