Se sabe cuándo un tío es guapo. O una chica. Quizás no sepamos definir con precisión por qué, pero lo tenemos claro. A lo mejor alguien piensa que Delon era más guapo que Brad Pitt, o viceversa, pero sabemos que son guapos. Asombra ver a ... Robert Redford de joven, en 'Tal como éramos' (1973), y comprobar que era más hermoso que cualquier mujer. Paul Newman es más guapo que Errol Flynn. Don Johnson y Pierce Brosnan están a la par, más o menos. Este chaval que hizo de Elvis, Austin Butler, es guapísimo, pero sigo pensando que menos que Brad Pitt cuando tenía su edad. Con las mujeres, ídem. La Bellucci estaba buenísima, y Margot Robbie tiene una cara preciosa, igual que Charlize Theron o Mélanie Laurent. Marilyn siempre salía bien en las fotos, y Grace Kelly era espectacular, igual que Megan Fox. Aunque yo siempre he sido muy fan de Candice Swanepoel y Heidi Klum, pero, sobre todo, de ese monumento para la eternidad, Alessandra Ambrosio. En España, también tenemos belleza a punta pala: Arancha del Sol, Edurne, Eva González, Helen Lindes, Vanesa Romero... Y los hombres: Miguel Ángel Silvestre, Mario Casas, Jesús Castro, Andrés Velencoso... Y no nos olvidemos de las modelos trans: Andreja Pejic es algo fuera de serie.
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Si nos ponemos técnicos, la belleza responde a la misma 'proporción áurea', el canon de belleza, que se aplica a estatuas y pinturas. Se da un cociente entre la altura del hombre y la distancia del ombligo a la punta de la mano. Se trata de pura matemática: los rostros humanos responden a unos números, a un equilibrio, a una armonía entre pómulos, cejas, mandíbula, labios, nariz. No obstante, también resulta fascinante comprobar cómo rostros que no responden a las medidas canónicas, pueden ser atractivos (por ejemplo, Anya Taylor-Joy). Lo que es evidente es que se trata de algo profundamente injusto, aquí no hay igualdad posible. Y no le afecta la raza: negros, blancos, asiáticos, la belleza se encuentra sin distinción, y por muy diferentes que seamos, el canon áureo permanece. De hecho, hay aleaciones sorprendentes, como la que descubrí en el sur de Francia: el venero francés se mezcla con el argelino y produce unas chicas bellísimas, estilizadas, muy elegantes. O en México: lo tlaxcalteca o a saber qué, se mezcló con lo hiperbóreo del norte de España, y tengo vistos pibones de pelo negro y unos milagrosos ojos azules (doy fe: como si hubiera visto una anunciación mariana, oigan). Óscar Wilde decía incluso que la belleza tiene derecho al asesinato, y Philip Roth hablaba de la «irracional autoridad de la belleza». En el documental 'Las últimas estrellas de Hollywood', dirigido por Ethan Hawke, recuerdo a Paul Newman cachondeándose de sí mismo durante una entrevista: «En esta tumba yace Paul, que no triunfó porque tenía los ojos marrones».
En España hay mucha gente guapa. Eso se nota. Estamos tan acostumbrados a pasear entre belleza, que cuando salimos a otros países también se nota. Recuerdo una capital (no diré el nombre) en que me sentí incómodo, nervioso sin saber exactamente por qué. Hasta que me di cuenta de que había pocas mujeres guapas. Y no exagero. La belleza calma, la belleza te hace la vida más llevadera. En una entrevista de Jo Spence, en Artpapel, 1991, dijo que cuando sufres un daño profundo solo quieres tener cosas bonitas alrededor. Es terapéutico, es salvífico. Los japoneses tienen un concepto denominado 'aware', el sentimiento profundo provocado por los destellos de belleza efímera, la conciencia arrebatadora de su fugacidad. Es un milagro, y yo lo experimenté en Tallin, Estonia, ante la adolescente más hermosa que posiblemente haya visto en la vida. También en Nueva York, cerca de Washington Square, una veinteañera bellísima, francamente una epifanía.
Hay algunos autores que relacionan la belleza con territorios trascendentes. Rilke identificaba una belleza que no era más que el comienzo de terrible, en un grado que todavía podemos soportar. Y es cierto que, aparte de su capacidad curativa, la belleza posee algo de estremecedor. Es un enigma, y en cierto sentido, todo enigma produce inquietud. El filósofo húngaro Béla Hamvas también consideraba que la belleza es lo más cercano que podemos estar de lo indecible, pues lo que está más allá ya no es humano, y justo en esa frontera se encuentra la belleza. En ese sentido, el arte también nos habla del misterio, de lo inefable, de lo que permanece oculto. Quizás me estoy viniendo un poco arriba, así que volvemos a hacer pasadas rasantes; hay otro tipo de belleza que también me atrae: la que se disuelve. Posiblemente es una tragedia ver cómo se va desvaneciendo la belleza de una mujer que ha sido muy guapa, pero también es fascinante el brillo de lo que fue. Siempre me pregunto qué relación ha tenido esa señora con su belleza. ¿Ha sido esclava? ¿La ha disfrutado? ¿La ha utilizado? Ahora que va dejando de ser hermosa, ¿estuvo ebria de belleza y ahora se siente liberada?, ¿sufre por la pérdida del hechizo? Todo es muy literario, pura materia narrativa.
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Hay quien habla de la belleza interior, y bien, pero la exterior resulta brutal. El concepto antiguo de la belleza era 'integritas, consonantia et claritas'. Pero la belleza es sobrenatural, se lleva por delante cualquier equilibrio; seduce, aunque su propietario no se lo proponga; resulta 'casus belli' en el momento más inesperado. Sí, puede abrasar, consumir la tierra con sus rayos. Ay, me vuelvo a poner estupendo: es lo que tiene hablar de la belleza. Porque es una teocracia. Hagan la prueba. Visionen 'El príncipe y la corista' (1957), en especial, los veinte minutos que dura la escena de la cena-trampa que le tiende el regente de Carpatia (Laurence Olivier), a Marilyn. Es impresionante. De verdad. La gracia. El humor. El magnetismo. El misterio. Lo insondable. Todo resulta endiabladamente sensual. Marilyn. Arramblando con toda la teoría. Algo divino.
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