Mucho se ha hablado sobre la influencia de Walt Disney en la ficcionalización de la realidad, en su espectacularización, en la infantilización del mundo. Los leones se muestran civilizados, las ballenas nos pueden hablar, los flamencos rosados bailan en grandes coreografías. El planeta se ha ' ... disneylandizado': resorts, hoteles, monumentos, ciudades… Todo se estereotipa, y en último término, todo se convierte en entretenimiento, en un parque de diversiones sin fin. El viaje de aventuras en plan William Edward Parry, aquel explorador ártico que, habiendo corrido todo un día con su trineo hacia el norte, y que a la noche comprobó que se hallaba mucho más al sur, hasta que descubrió que galopaba sobre un inmenso témpano que alguna corriente oceánica arrastraba hacia el sur, queda para los libros de historia y las novelas. Hoy, la mayoría de los desplazamientos son paquetes estandarizados, turismo cuadriculado que busca aprovechar al máximo el tiempo. Tenemos que verlo todo porque hemos pagado por verlo todo. Y todo es familiar, ya nos suena de antes, y se saborea el placer de la verificación, la alegría del reconocimiento. Vayamos donde vayamos, metafóricamente siempre encontraremos las agujas y cúpulas de Disneylandia, las orejas de Mickey, el beso de Blancanieves, la nariz de Pinocho.
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El antropólogo francés Marc Augé nos habla de esto en su clásico 'El viaje imposible. El turismo y sus imágenes', editado por Gedisa. Pero no solo. Augé viaja y reflexiona: una humilde playa en vacaciones puede ser objeto de su microscopio. El tiempo que adquiere densidad, el tiempo sin ocupar que en la cálida arena se nos muestra como un salvavidas o como un elemento de estrés (los plumillas podemos entonces reflexionar acerca de un haiku de Matsuo Basho sobre una rana que chapotea en un estanque, que tiene más de cien traducciones diferentes). La misma desigualdad social tiene su reflejo en las playas, símbolo de la evasión, lugar donde pueden tostarse las clases medias y trabajadoras (si tienes mucha pasta, te vas a la playa privada o al yate). Esas playas con resort donde las barrigas se mueven en la piscina al ritmo de reguetón, donde suena un estridente karaoke, donde los animadores no cesan de repetir que no hay razón para no ser feliz.
Y qué me dicen de esas ciudades vacacionales, pequeños universos en miniatura, hábiles escenarios inmaculados que nos ocultan la muerte. Plazas fuertes con fuertes levadizos, vigilados electrónicamente, con cuerpos de seguridad privados, todo para que la máscara de la muerte roja no pueda abrirse paso hasta sus salones. Todo es irreprochable, todo está codificado, la realidad y la ficción vuelven a fundirse. Es más: lo real copia a la ficción, escribe Augé, cualquier pequeño monumento se convierte en escenografía, en decorado. Los arquitectos de Disneylandia fueron contratados para revitalizar la Quinta Avenida de Nueva York y animar su Central Park. A fe que lo consiguieron, pero ¿a qué precio? Fotos y más fotos, documentos para atestiguar que la experiencia fue real, y si tuviéramos una ligera duda sobre la honestidad de lo ofrecido, será sepultada por cientos de selfis.
Augé también se pasea por los campos de batalla de Waterloo: Ney, los prusianos de Blücher, los cuadros de batallones ingleses… Se realizan escenificaciones, en las tiendas puedes comprar tazas, estatuas, retratos, monedas con la efigie de l´Empereur (nadie quiere saber nada de Wellington). La ilusión se lleva al límite para que la batalla vuelva a comenzar, una memoria que quizás pueda hacer posible otro resultado, escribir de nuevo la historia gracias a unos actores disfrazados de mamelucos o de guardia imperial. El águila vuelve a alzarse, Waterloo como un nuevo Austerlitz. Y cómo dejar pasar los castillos de Luis II, en Baviera: Hohenschwangen, Linderhof, Neuschwanstein, Herremchiemsee. El rey loco que convocaba en sus habitaciones los fantasmas de María Antonieta, la Pompadour y la Du Barry, Luis XIV y Luis XV. Aquí todo es ilusión, representación, puro teatro; Luis II fue un adelantado que se metía en una caracola dorada para escuchar poesía y música. Todo parece un decorado de Walt Disney. De nuevo la ficción devora la realidad y viceversa, como un uróboros.
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Augé nos habla de que los símbolos no representan algo, los símbolos se convierten en símbolo de otro símbolo, y las imágenes dan referencia de otras imágenes. Augé también pasea por las ciudades para intentar descifrar la historia que destilan y la relación personal que tiene cada individuo con esa historia. La ciudad no es la misma para sus moradores que para los turistas: lo que para unos es marco de vida, para otros es motivo de admiración y curiosidad. Y al final regresamos a Nueva York, no nos queda otra. La Urbe, reacondicionada por los arquitectos de Disney.
Las pantallas gigantes que cruzan las fachadas, se quiere la Nueva York ficticia de Supermán, el Gotham de Batman. Se cierra el uróboros, el círculo en que la ciudad imaginaria se convierte en la real, y Augé se pregunta si este movimiento puede llegar a matar la imaginación, si la ambigüedad entre realidad y ficción puede llegar a volvernos locos. Como antídoto, propone el 'Diario íntimo' de Moretti, la 'Lisbone Story' de Win Wenders, cámaras que salen de los centros de las ciudades, que recorren los márgenes, la periferia. Cámaras que, como perros de caza, encuentran la pista de las verdaderas Roma y Lisboa, localizan su alma, intentando llegar a la causa primera, la firme referencia de cada símbolo.
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