Si usted es de los que se levantaba de madrugada para ver los partidos de la NBA, si era de los que se gastaba un pastón en revistas de baloncesto, si aún le pica el gusanillo por lanzar algunos tiros libres, este artículo le va ... a interesar. Yo era de Michael Jordan y de Larry Bird. Usted, ¿de quién era? Si estos días tiene tiempo, échele un vistazo al documental 'The last dance' (Netflix), y notará cómo se le quitan unos cuantos años de encima. Verá a toda la troupe de los Chicago Bulls contando aquella época con el gran Jordan a la cabeza. Michael, un poco fondón, responde con pachorra a todo lo que le preguntan, mientras se baja whisky tras whisky, y en algunos planos se le ponen ojos de tortuga de la castaña que lleva. Da igual, él ya está sobre el bien y el mal, él vive en la misma galaxia que habitan Babe Ruth y Alí. Además, es un tío que cae bien. A su alrededor, como un coro de ángeles (exterminadores), Scottie Pippen, el piradísimo Dennis Rodman, el míster Phil Jackson (que introdujo el budismo zen en los entrenamientos), Steve Kerr, John Paxon, Horace Grant, y un compendio de rivales y admiradores de los distintos equipos que se enfrentaron a los prodigiosos Bulls de los noventa.
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Te ríes cuando Isaiah Thomas recuerda los choques flamígeros de los Detroit Pistons con Jordan y su falange, en unas series que devinieron en choques personales, y te das cuenta de que su contagiosa sonrisa esconde a un feroz carnívoro. Escuchas al gran Larry Bird ('ese hombre', que tras los veranos llegaba a las canchas con una enorme barriga cervecera) y te acuerdas de cuando Jordan les metió sesenta y tres puntos a los Celtics y Bird, asombrado, no pudo menos que decir que era «como si Dios se hubiese disfrazado de jugador de baloncesto». Carmen Electra recuerda las juergas que se corría con Rodman en Las Vegas, y el día que Jordan se presentó en la ciudad del pecado para agarrar por las orejas a Rodman y devolverlo a los entrenamientos. 'Magic Johnson', siempre elegante, rinde homenaje al hombre que los destronó en aquella famosa final en que les metieron un cuatro-cero inapelable.
La materia de este documental es el mito, la capacidad de unos hombres de tocar la gloria, la creación de una dinastía de ganadores, la esencia misma de una leyenda. Una perfección que se forjó en el trabajo obsesivo, en la búsqueda de un equilibrio, que tiene que ver con el método, que tiene que ver con el compromiso. Impresiona ver los 'pollos' que Jordan les montaba a los compañeros cuando no lo estaban dando todo, su hambre de triunfo, su pensamiento de que, en la cancha, no hay prisioneros, sólo degüello. Cada partido es el último: 'I tan i petit as', tras los escudos o por encima de ellos, como decían los espartanos. Y cuando estaba iluminado (que era casi siempre), no te podía salvar ni la protección mariana. Si hace mucho que no le ven jugar al baloncesto, quedarán impresionados por la forma en que desafiaba las leyes físicas, por su precisión en las jugadas, por la manera en que se retorcía en el aire a fin de salvar las defensas enemigas. Era un dios clásico en forma humana. Literalmente. Es muy, muy emocionante.
Se toma la temperatura a los vestuarios, a la cancha, a los entrenamientos, a los aviones. Jugadas como una coreografía de Diáguilev, mates imposibles, ensaladas de hostias durante los partidos, insultos y 'bulliyng' para amedrentar al adversario («si no aguantas el calor, sal de la cocina», decía el presidente Truman). La epifanía que sufre Jordan cuando se da cuenta de que tiene que jugar con todo el equipo (era lo que se llamaba un 'chupón') si quiere ganar un campeonato. Su lado oscuro, cuando somete a acoso a sus compañeros porque considera que no están a su altura, o su adicción a las apuestas, o su negativa a implicarse en la lucha por los derechos civiles de los negros. Todo a ritmo de hip hop de los ochenta y noventa, RUN DMC, LL. Cool J., Outkast... Es un cuento que incluso tiene su bruja mala, Jerry Krause, el director técnico de los Bulls, diana continua del desprecio de Jordan y Pippen.
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Es difícil expresar el impacto que tuvieron los Bulls en una ciudad como Chicago, cuyo deporte rey era el ¡Fútbol Sala! Niños que renunciaban a sus regalos de Navidad por una entrada para ver a Jordan. El mismo Obama desesperado porque no tenía dinero en su época de estudiante para ir a ver a los Bulls. Asimismo, el acuerdo de Jordan con Nike cambió para siempre la industria de las zapatillas deportivas, el mundo de la moda, la cultura popular. En España, la ola nos arrastró a todos los que estábamos locos por el baloncesto. Forrábamos las paredes de los cuartos con jugadas de la NBA, sacábamos la lengua como Jordan, dábamos la tabarra a los papás para que nos comprasen las carísimas botas negras y rojas Air Jordan, intentábamos esos mates inverosímiles en las canchas de los colegios. Nos levantábamos de madrugada para ver las series de la NBA, y los partidos de las olimpiadas de los Ángeles. El Dream Team barrió a la selección española en la final, pero también nos inculcó que los españoles podíamos volverá a hacer cosas épicas, que no estábamos descolgados de la historia. Nos dio confianza ver a Epi, Iturriaga, Corbalán, Martín, Romay, De la Cruz… Junto con un Díaz-Miguel más gringo que los gringos, enfrentándose a titanes sin ceder ni un milímetro. Pusimos nerviosos a las barras y estrellas, y Jordan se dio cuenta de que aquel no sería un partido de juguete, que tendría que sudar para vencer a aquellos tipos cerriles y talentosos, en su mejor momento, mientras se preguntaba de qué cueva habían salido. Yo crecí con eso en la cabeza. Fue una época feliz.
Billy Ray, un boxeador de la época en que se boxeaba a puño descubierto, le confesó a A. J. Liebling que lo había dejado en 1882 porque cuando entraron los guantes consideró que el deporte se había afeminado. «140 combates, el último con guantes. Pensé que el deporte se estaba reblandeciendo, así que me retiré». Ver a Jordan y sus legionarios luchar cada segundo en la cancha es volver a pelear sin guantes. Toda una experiencia.
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