España no tiene petróleo, ni grandes yacimientos mineros ya, ni un complejo industrial potente –con algunas excepciones– ni otro tipo de riquezas que garanticen su desarrollo. Su fuente principal de ingresos es el turismo que cada año se supera en el número de visitantes y, ... lógicamente, el volumen de ingresos y de puestos de trabajo que proporciona. Este año será excelente. Pero el turismo, como todas las cosas, tiene también su parte negativa cuando, como este año, las aglomeraciones han alterado más de lo habitual su convivencia con los propios españoles. Basta recordar los atascos en las carreteras, las concentraciones urbanas y las dificultades para encontrar mesa en un restaurante cuando realmente la gastronomía es uno de sus atractivos. Y de manera muy especial en Asturias, donde la tradición gastronómica deja recuerdos inolvidables entre los visitantes. Pero el turismo requiere una atención especial no sólo para atraerlo, también para conservarlo y estimularlo. Y llegado a este punto hay que reconocer que no se le presta la atención necesaria ni por parte de las administraciones ni de los propios interesados.

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Hay una frase que se escucha con frecuencia y es que lo importante no es la cantidad, es la calidad de los turistas. Es decir, que lo que conviene a la industria es atraerse a turistas económicamente poderosos, más que al que socialmente chirría. Es un planteamiento injusto socialmente hablando. También los de economía modesta tienen derecho a disfrutar de sus vacaciones y aprovecharse de los atractivos que ofrece la naturaleza y el clima. Por eso se impone que el debate se aborde con sensatez, intentando obtener la mayor rentabilidad –que la balanza lo requiere–, pero sin que eso caiga en sus aspectos negativos. Primero se hace necesario ordenarlo para que no se convierta, como está ocurriendo, en un motivo de incomodidad y problemas para turistas y habitantes, y después, también controlar mejor las condiciones y exigencias de los visitantes.

Como los hoteles de calidad suelen resultar caros y escasos, últimamente se ha impuesto el alquiler de casas domésticas cuyos propietarios alquilan y se sacan un dinero honesto, aunque con riesgos. Esta novedad adolece de una falta de regulación y se echa de menos cierto control. Empieza por la inseguridad que supone y acaba con las condiciones de muchas de estas viviendas, en las que a menudo se amontonan grupos que comparten el espacio en condiciones muy precarias.

Son alojamientos que compartidos resultan baratos y permiten gastar menos recurriendo a la compra en tiendas y supermercados de la comida y la bebida a cambio de tener que afrontar incomodidades y escasez de servicios. La necesidad de regular bien esta situación es obligada por variadas razones: para garantizar la seguridad de arrendatarios y clientes y para evitar el desprestigio que supone escuchar las quejas de algunos a su regreso sobre las malas condiciones que tuvieron que sufrir en casas que no reúnen condiciones mínimas.

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