Nunca me ha gustado el espectáculo de los toros. En mi vida he asistido a cinco corridas, una por obligación institucional, Y siempre acompañado de expertos y entusiastas que se esforzaron durante la lidia en hacerme ver el arte del toreo que yo no apreciaba. ... No lo consiguieron. En el extranjero reconozco que pasé vergüenza escuchando y viendo críticas y parodias sobre las corridas, comparándolas a menudo con otras salvajadas cometidas contra los animales en otros lugares del Planeta.
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Algún lector de EL COMERCIO me llamó estos días la atención sobre el revuelo que se armó en Gijón con la suspensión de la tradicional feria de Begoña. La verdad es que no le había prestado atención. Me retaba el lector a que escribiera de este asunto y me definiera entre el dilema aficionados y detractores. No conozco muchos detalles sobre esta medida adoptada según entiendo por las autoridades municipales. Imagino que habrá razones. No entro. Si se trata de evitar los riesgos de contagio de la covid-19, como ocurre con otros espectáculos, lo veo razonable y hasta conveniente. La pandemia todavía amenaza como consecuencia del incumplimiento de las medidas de prevención recomendadas y todos estamos obligados a sacrificarnos renunciando a cosas que nos gustan. Otra cuestión es que la feria se cancele por otros motivos.
Motivos que seguramente comprenderé, pero difícilmente aceptaré. Comparto los argumentos de los antitaurinos moderados y me gustaría que esta tradición ancestral – no sólo española, hace falta recordárselo a algunos– se abandonase. Me gustaría que los toros sometidos a la crueldad actual desaparezcan no por decisiones autoritarias, sino porque el espectáculo dejase de gustar y las plazas se vayan quedando vacías. Dicho de otro modo, que los empresarios taurinos se percaten de que las corridas no son negocio, que nadie las reclame y que ya no queden aficionados que las defiendan ni jóvenes que opten por triunfar matando animales para que otros se diviertan. Con lo que no estoy ni estaré de acuerdo es con que se prohíban, como hicieron en Cataluña por el interés político de acentuar la diferencia del resto de España. Por fortuna, vivimos en un país democrático, con libertades amplias que en la mayor parte de la vida nos confieren el derecho a decidir por nosotros. Prohibir es una palabra que debería estar prohibida fuera de lo que sea delito. Ni los aficionados a los toros ni los promotores de corridas son delincuentes. Están en su derecho de pensar y sentir libremente. No se justifica prohibir casi nada que otros deseen.
Y dicho todo esto, no puedo terminar sin reconocer la influencia que la fiesta de los toros ha tenido y conserva en nuestro vocabulario, en nuestra cultura, desde la literatura y la música hasta la pintura y la escultura. Es un legado que nos dejan en ese juego cruel y casi suicida entre la valentía del torero y la nobleza del toro que, eso también, es un ser vivo que no debería ser torturado.
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