Estos días pasados Pedro Sánchez se dio una vuelta por tres países de África y no precisamente de vacaciones y recreo, más bien al contrario: para negociar con los gobiernos acuerdos que faciliten poner freno a la inmigración ilegal, ante la cual España es uno ... de los países más expuestos. Es de imaginar que generosamente haya logrado acuerdos, técnicamente satisfactorios, aunque a corto plazo poco optimistas. Millones de africanos pechan con el subdesarrollo que los europeos y norteamericanos no se han preocupado en mejorar, salvo para ofrecerles programas de televisión vía satélite que durante 24 horas al día les muestran el progreso que se disfruta en el resto el mundo, especialmente en Europa, que es lo más próximo y víctima de la era colonial.
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Se comprende que sientan la tentación de incorporarse a nuestro mundo, para ellos ejemplo de bienestar, y para conseguirlo ponen en riesgo sus vidas. Poco pueden hacer algunos gobiernos débiles para impedir el éxodo, e incluso pueden estar interesados en recibir las pequeñas transferencias de divisas familiares que generan liquidez. Los que llegan a España, en su mayor parte a Canarias, proceden de los países que visitó Sánchez, pero no todos: algunos llegan del interior, con rutas duras y penosas para acercarse a las costas en busca de la manera de embarcar. El caso más sangrante entre todos es el de Marruecos, el vecino difícil y, como se está demostrando, poco agradecido.
El actual Gobierno español, lo mismo que sus predecesores, siempre hizo esfuerzos por mantener buenas relaciones y espíritu de cooperación que beneficie a ambos países y, sobe todo, a Marruecos, cuya economía podría aprovecharse de la española, mas desarrollada y capacitada para contribuir a la mejora de la industria marroquí. Pero Rabat nunca ha respondido en consonancia. Últimamente, Sánchez lo intentó reconociéndoles la soberanía sobre el Sáhara sin consultar, como sería preceptivo, a los saharauis y, desde luego, sin compensación alguna. Las trabas y dificultades a los centenares de inversores españoles no han variado, el control prometido de la emigración apenas se prolongó unas semanas y los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla continúan cerrados. Hace poco, más de medio millar de personas intentaron entrar en Ceuta nadando, como si la férrea (para otras cosas) Policía marroquí no hubiese podido impedirlo.
Para facilitarles la exportación al resto de Europa, se autorizó a los conductores marroquíes a cruzar nuestro país sin un permiso español, cargando productos que nos hacen la competencia. Alguno de estos conductores, ya en España, optó por dejar el camión abandonado para quedarse aquí. Una encuesta reciente demuestra que un tercio de jóvenes marroquíes desean abandonar su país, donde además de las limitaciones económicas padecen falta de libertades y represión. De momento, ya viven en España resistiendo a la integración, a pesar de la buena acogida, cerca de un millón.
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