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La conmemoración del trigésimo aniversario del escándalo bautizado en Asturias como el 'Petromocho' -nombre descriptivo que enseguida trascendió las fronteras del Principado- invita a realizar algunas reflexiones políticas y éticas que, por muy olvidado que todo vaya quedando, todavía merece la pena recordar. En 1993 ... Asturias atravesaba una crisis muy dura, que empezaba por la caída del peso de la minería y pasaba por otras crisis industriales, ganaderas y hasta pesqueras, si se recuerda que hasta las sardinas llegaban poco menos que extenuadas a las costas cantábricas,
El Gobierno autonómico se mostraba impotente ante la necesidad apremiante de buscar alternativas para una sociedad que, de pronto, se sentía agobiada y deprimida. Entonces surgió una especie de 'milagro' que de repente permitió un fugaz respiro de esperanza caído del cielo, en este caso del que personaliza Alá. Un sujeto de origen francés llamado Maurice Jean Lauze, un hábil embaucador, que se hacía pasar como representante de un poderoso banco saudita, se presentó al consejero de Economía de la región con una propuesta poco menos que deslumbrante: la creación de una gigantesca planta petrolífera en Gijón.
En síntesis, el comienzo de la recuperación que tanto se ansiaba. Estaban en juego muchos miles de millones de pesetas, lo cual prometía dinamizar de nuevo la actividad empresarial, se aprovecharía la experiencia profesional de miles de trabajadores abocados al desempleo y se crearían muchos puestos de trabajo bien remunerados. El tal Lauze ofrecía identidad y garantías endebles, que al Gobierno, poco riguroso, le parecieron suficientes y las negociaciones se precipitaron. Estaba encima una campaña electoral complicada para el Gobierno socialista y pronto se lanzaron las campanas al vuelo, sobre un proyecto que durante unas horas recuperó el entusiasmo ansiado.
Pero la ingenuidad, impuesta por la suerte de los gobernantes autonómicos, enseguida se vino abajo. Todavía estaba muy reciente el recuerdo de la dictadura y nadie reparó en que detrás de una noticia, buena o mala, siempre estaba la libertad de prensa y la obligación de los profesionales de comprobar cualquier información antes de divulgarla. Los periodistas de este periódico, EL COMERCIO, tuvieron algunas dudas que se imponía aclarar antes de caer en errores al difundirla. Se pusieron ante las dificultades de comprobar los detalles contra reloj y en cuestión de horas descubrieron que nada estaba tan claro como se anticipaba.
Antes al contrario, las múltiples gestiones, incluidas consultas con los bancos extranjeros supuestamente implicados, permitieron descubrir que todo el entramado era fruto de tres factores: la capacidad del intermediario para despertar el interés de sus víctimas, el momento angustioso de la necesidad de conseguir inversión foránea y la ingenuidad de un Gobierno y de sus expertos al olvidarse de verificar, antes de caer en la trampa que se les estaba tendiendo. El resultado es fácil de deducir: del optimismo desbordado se pasó a la excepción vergonzante. El presidente del Gobierno, Juan Luis Rodríguez-Vigil, persona seria y responsable, presentó su dimisión.
Mantenía con él una relación excelente y recuerdo que al anochecer de la víspera me llamó para anticiparme la primicia de su propósito. Hablamos un rato, estaba desolado. Recuerdo que aprovechando mi experiencia, le animé siguiendo la senda de las democracias extranjeras con más tradición, lo cual reivindicaría su dignidad. Al día siguiente cumplió su propósito y fue secundado por el consejero Víctor Zapico, que era quien había llevado directamente las negociaciones con el gánster que, aprovechando su dominio del idioma -era miembro de la OAS, la organización argelina que se oponía a la independencia de Francia y se hallaba exiliado en España- y su conocimiento del mundo árabe y las trampas a que se prestaba, resultaba de lo más más convincente.
Treinta años después, la primera conclusión que se extrae es que el comportamiento de ambos políticos se echa de menos. Últimamente el ejemplo que ellos anticiparon no ha cundido en la política nacional: ocurren a diario hechos tan vergonzantes, e incluso delictivos, que justificarían, mejor dicho exigirían, la dimisión de sus responsables. La digna reacción de dimitir ha caído en desuso. La renuncia a los puestos con sus oropeles y vanidades apenas se produce. Tenemos ejemplos cotidianos de corrupción y engaños que se quedan impunes. Y es una pena, porque dignificaría la política y obligaría a sus profesionales a ejercerla con mayor sentido de la responsabilidad.
El segundo ejemplo de aquella experiencia lamentable merecería ser considerado el primero, porque, ese sí, continúa conservando su valor: se trata, sin duda, de la profesionalidad que demostraron aquellos colegas desde estas mismas columnas descubriendo la trampa. Antes de publicar una noticia, que de verse confirmada habría tenido tan lamentables consecuencias, optaron por comprobar que esa noticia, a pesar de su carácter oficial, era rigurosamente falsa y delictiva. Cumplieron ese principio básico de la profesión que los ingleses cifran en no difundir nada que no sea previamente confirmado por tres fuentes distintas. Fue lo que ellos hicieron y gracias a su ejemplo y perspicacia los asturianos no se dejaron engañar.
Es lo que ahora se denomina como periodismo de investigación. La evolución de los tiempos y las nuevas tecnologías lo han convertido en algo imprescindible para que los lectores, oyentes o espectadores sigan a los medios solventes con la tranquilidad de que lo que se les ofrece es cierto y riguroso. Tres décadas después, cada vez se vuelve más necesario por parte de los periodistas cumplir, y de sus seguidores exigir. La difusión de noticias falsas y manipuladas con fines espurios ya no responde sólo a la ingenuidad de sus protagonistas, sino a la voluntad de que la mentira y la intoxicación informativa de la opinión pública en la conquista del voto, de las negociaciones nacionales o internacionales o el simple negocio, amenacen más cada día. La investigación es asignatura obligada del buen periodismo y esta efeméride es excelente para recordarlo.
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