Hemos celebrado las elecciones autonómicas y municipales y, como estaba pronosticado, el Gobierno que preside Pedro Sánchez sufrió los malos resultados que se le auguraban, con un batacazo con escasos precedentes. La democracia que los españoles vamos asumiendo, ya sin complejos heredados de la dictadura, ... permitió que los ciudadanos expresaran con mucha claridad su opinión y su sentimiento de protesta contra algunas actuaciones del Ejecutivo.
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Hasta aquí, todo normal. No es el primer gobierno que paga su trayectoria con un descalabro de semejantes magnitudes. Tampoco sería sorprendente que su presidente respondiese a sus errores y fracaso presentando la dimisión. Lo que sí resulta sorprendente es la urgencia con que Pedro Sánchez respondió, adoptando una decisión tan precipitada y descabellada como convocar elecciones para el 23 de julio.
Quizás le traicionó el insomnio que anticipó le proporcionaría asociarse con Unidas Podemos, liderada por Pablo Iglesias, muy pocas horas antes de afrontar la incongruencia de pactar con él y nombrarle vicepresidente. Lo cierto es que no debió quedarle tiempo ni para reflexionar un poco ni para consultar con sus asesores cómo actuar de forma correcta, para responder con sensatez por el bien de todos e incluso por el futuro de su partido, el socialista, con más de cien años de historia. Al contrario, ignoro si se tomó tiempo para desayunar, pero se saltó el requisito previo de reunir el Consejo de Ministros y anunció la disolución de las cámaras parlamentarias. Y se precipitó a fijar la fecha del 23 de julio para celebrar las nuevas elecciones generales. La fecha de los comicios ha despertado, primero, polémica, luego especulaciones sobre las maniobras de carácter político que pudiera implicar y, conforme van pasando las horas, el cabreo general.
Nadie ve justificación para lanzarse a fijar una fecha tan desafortunada: una de las peores que cabe, en medio de la presidencia de España en la Unión Europea -lo que creará una mala imagen de nuestro país- y con los trastornos de todo tipo que supondrá tener que votar en tiempo de vacaciones, con millones de personas con sus semanas de descanso ya planificadas, muchos con billetes de avión ya comprados y hoteles reservados, las fechas acordadas con los puestos de trabajo... Y las dificultades para constituir las mesas contra reloj, con los colegios cerrados, y la premura de los partidos en hacer las listas.
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Para los propios políticos es una fecha especialmente complicada. Las campañas electorales se imaginan surrealistas, con los mítines en los chiringuitos de las playas y el cumplimiento de los plazos y trámites en el mes de agosto, considerado en la práctica como inhábil para muchas actividades administrativas. La abstención elevada es previsible y el voto por correo será masivo, precisamente en unas fechas en que se ha revelado que si no se extreman las precauciones es propicio para el fraude. Pobres carteros, la que les espera, sin vacaciones y toneladas de sobres que transportar.
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