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Obvio es decir que toda la familia de EL COMERCIO está de luto: Marcelino, nuestro director y excelente amigo y compañero, ha muerto. Imagino a ... los colegas en la redacción y demás servicios del periódico apoyados en los ordenadores sin saber cómo secarse las lágrimas. A mí me ocurre en la distancia, en Madrid, donde la noticia me dejó frío, a pesar del calor con que había amanecido. La muerte de un amigo querido siempre impacta, pero en este caso es algo más, mucho más, cuando los recuerdos me vienen a la cabeza: con su compañía cada vez que tenía algún compromiso en nuestra Asturias compartida, lo mismo en Castropol que en Cangas de Onís, donde tanto me calmó los nervios el día de mi investidura como hijo predilecto de la ciudad.
Hablábamos a menudo, cenábamos y compartíamos opiniones profesionales. Por más que me empeñaba en que me diese alguna instrucción sobre mis columnas dominicales, jamás quiso hacerlo. Tenía bien claro que un periodista debe respetar, ante todo, la verdad de los hechos y, al mismo tiempo, su propia libertad al expresar las opiniones. Sus ideas profesionales eran muy claras: era un experto en información de cercanía y este otoño, como presidente de la Asociación de Periodistas Europeos, tenía previsto invitarlo a un coloquio con otros colegas, algunos extranjeros, para discutir sobre este tema, que a mí me lleva con frecuencia a afirmar que el verdadero periodismo es el local, en el que empecé y me dio una experiencia que me permitió ejercer en el ámbito mundial.
Ignoro si el lector puede hacerse cargo de la tensión con que escribo estas líneas. El afecto personal y la admiración profesional se agolpan en mi cabeza, pensando en las últimas horas de mi querido Marcelino, en su soledad y en la de su viuda, a la que también conocí y admiré. Entre otras cosas, por la comprensión que mostraba ante las dificultades que el ejercicio del periodismo, y mas la servidumbre de una dirección, suponen para convivir y educar hijos, y que llevan a sacrificar muchos momentos que deberían estar destinados a disfrutar.
Desde que inicié este recuerdo de Marcelino intento, sin conseguirlo, no caer en la tentación de referirme a unos recuerdos mutuos y dedicarlo exclusivamente a sus valores personales, familiares y profesionales. Pero en estos momentos en que uno se enreda continuamente en las letras del ordenador, la palabra infarto nos une mucho más. Otros colegas de diferentes medios han convertido en noticia una vivencia que sufrimos juntos. Fue hace once años. Él era redactor jefe y yo había sufrido un infarto sordo, que soporté milagrosamente sin enterarme, durante una semana, en la isla griega de Rodas. Nada más regresar a Madrid, me detectaron el problema y me trasladaron al Hospital Puerta de Hierro. Los cardiólogos me salvaron en el último momento. Sobre las dos de la tarde me enviaron a la UCI con unas advertencias drásticas sobre mi cuidado.
Allí, en la angustiosa inmovilidad tan agravada por el miedo de ver en las pantallas los movimientos de las gráficas del electrocardiograma o de la tensión, sobre las cinco recibí una llamada de Marcelino: Diego -me dijo con las prisas habituales-, acaba de morir de un infarto en el Hospital Puerta de Hierro Isidoro Álvarez, el presidente de El Corte Inglés. Creo que tú lo conocías, ¿podrías escribir algo?
No recuerdo bien lo que le contesté. Debió de ser algo así: pues, mira, Marcelino, yo estoy en la UCI del Hospital Puerta de Hierro. Me enviaron aquí hace tres horas con un infarto, que me han diagnosticado como muy grave. Sí, claro que lo conocía, y lo admiraba y apreciaba. Lamento no poder escribir nada de él.
Pasaron otras dos horas de aburrimiento y angustia personal, analizando lo que es la muerte y admirándome de la serenidad con que la veía tan próxima. De pronto algo me impulsó a salir de la pasividad obligada por las normas. ¿Y por qué no lo escribo? Llamé a la enfermera, le pedí unos folios y un bolígrafo. Cuando me los entregó, me advirtió de que no podía inclinarme y que debería escribir boca arriba. Es que se me olvidado escribir a mano, le dije. ¿Qué quiere? ¿Escribir un testamento? Escucharlo fue un shock, enseguida garrapateé unas palabras boca arriba, con los folios en alto, sobre Isidoro Álvarez e inmediatamente llamé a Marcelino.
-Pero ¿estás loco? ¿Lo has escrito? Hombre, lo que tienes que hacer es cuidarte. Ya escribirás cuando salgas de esto.
-Bueno, eso tendremos que verlo. De momento he improvisado algo que si me pones con un redactor que pueda corregirlo y darle forma, se lo leo.
-No, no; díctamelo y lo copio yo. No te preocupes. Me ha dicho Iñigo -se refería a Iñigo Noriega, el director entonces- que mañana te llama él para ver cómo vas. Todos estamos muy preocupados.
Al día siguiente me llamó media redacción. Había salido el artículo, mejor que si yo lo hubiese escrito completo. Se firmaba con mi nombre, pero un elevadísimo porcentaje de su contenido fue él quien lo compuso y redactó.
Cuando se conoció en las redacciones esta anécdota y la publicaron, por más que yo siempre recordé que el verdadero autor era Marcelino Gutierrez todos los reportajes me lo atribuyeron sólo a mí. Ante la amenaza del infarto, parece que estábamos predestinados a la injusticia.
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